In Reseñas

10 de enero de 2018

Una sabiduría de vida contada con una sabiduría narrativa: La obra de Krina Ber I

Judit Gerandas Kiss

Los cuentos de Krina Ber, recogidos en tres volúmenes, Cuentos con agujeros1, Para no perder el hilo y La hora perdida (esta última incluye algunos textos de los dos volúmenes anteriores, junto con otros nuevos), exploran el amor, los deseos, los vínculos de pareja, el erotismo, la sexualidad y la soledad de la mujer, así como la marginalidad y los espacios de la ciudad, sin estridencias, con sabiduría, con una sensible intuición psicológica. En este mundo narrativo los detalles conforman una totalidad, como en una especie de aleph. Saliéndose de los tópicos feministas ya tan reiterados, en el recuerdo, en los distintos cuentos, amor, sexo, vida y muerte, salud y enfermedad, todo se va entretejiendo y diferentes tiempos confluyen unos dentro de otros.

Su ars poetica está expuesto en los cuentos “Amor” y “Los dibujos de Lisboa”. En el primero hace una afirmación que podríamos hacer corresponder, en parte, con su escritura: “como un cuento que no respeta las reglas de la narrativa: un cuento sin transformación de personajes y, sobre todo, sin desenlace” (Para no perder el hilo, p. 42), aunque lo del desenlace es discutible, con frecuencia Krina Ber logra estructurar unos giros narrativos sorpresivos, que cierran sus cuentos de manera inesperada. Y en “Los dibujos de Lisboa”, cuando habla de los objetos que va a seleccionar para dibujarlos, lugares y espacios, la narradora nos dice que necesita ser conmovida por aquello que a la final va a elegir, a la vez que necesita comprobar, a partir del dejarse absorber por los detalles, la totalidad del universo a representar, para, finalmente, explicar que parte de algo real, de lo cual, con brillante seguridad, va surgiendo la ficción.

La autora va trenzando las narraciones, haciéndonos sentir su felicidad de narrar, de abordar las historias desde distintos ángulos, de pulsar las opciones indagando tras varias versiones posibles. Nada hay esquemático en estos textos, los significados son múltiples y la polivalencia les otorga su riqueza.

Hay también en la obra de la autora una constante en un gran número de relatos: la presencia, logradamente puesta en escena, de comunidades que rodean a los protagonistas, en general vecinos, los cuales, como coro griego –de carácter cotidiano, en este caso- comentan los acontecimientos, se plantean interrogantes, formulan pronósticos o, simplemente, chismorrean.

Acerca del amor

“Amor”, de Para no perder el hilo, que ganó el Concurso de Cuentos de El Nacional en 2007, es recorrido por una pasión asordinada, valga el oxímoron, que sobrevive hasta en la edad madura.  Desde un cierto punto en el espacio, la narradora retrocede en el tiempo y nos cuenta el comienzo, cuando ambos –ella, una chica, y él, un muchacho-, eran aún muy jóvenes.  Él obtiene una beca para ir a estudiar a Nueva York, pero no se quiere ir, enamorado como está de ella. Sin embargo, termina por marcharse y, un tiempo después, ella va tras de él. Pero no se encuentran en el sitio convenido, la narradora personaje se halla perdida en la gran ciudad estadounidense, puesto que, por el doble despiste de ambos no se han encontrado en el aeropuerto y ella permanece acurrucada sobre su maleta. Cree que él ni siquiera ha ido a recibirla. Mientras tanto, el enamorado desesperado deambula en medio de la indiferencia de la gran ciudad.

Luego la chica se ve obligada, por el frío, a entrar a un bar. Se produce una excelente comedia de equivocaciones, de desencuentros y decepciones, originados en pequeños detalles aparentemente intrascendentes y que conducen a situaciones de desesperación a los dos protagonistas. Pero, como en tantos clásicos de las comedias de equivocaciones, hay aquí un “ángel” que contribuye al inevitable final feliz. La autora juega con sus lectores, puesto que no se trata de nada fantástico, ni mucho menos de algo milagroso. El personaje femenino se refugia en un bar de aspecto sórdido con un sugestivo nombre: Angel’s Place. Ahí se encuentra con un colombiano que la reconoce como venezolana, le habla en español, la protege y le da motivos para la esperanza.

Este cuento se destaca con su intensa, a veces humorística, siempre fascinante historia. El ángel en cuestión se llama Ángel Gutiérrez, es de Barranquilla, y su sueño es ser productor de televisión y tener su show propio. Es alguien que le habla en el español latinoamericano y se interesa por su suerte. Al principio “el ángel” esconde “sus alas”, también cree que el novio la ha dejado plantada, con todo lo cual la escena adquiere un humor que no es muy frecuente en la narrativa venezolana. Siempre con leve ternura, siempre cuidando de no pasar del borde que separa de lo sensiblero, se cuenta el “milagro”, el hecho de que, a partir de un excelente diálogo, el colombiano reconstruye la figura del novio, resulta que lo conoce y le asegura a la protagonista que él vendrá, llegará al edificio en el que vive, que Ángel Gutiérrez sabe dónde queda. Esos son los prodigios del ángel, el darle esperanzas a la muchacha con un entusiasmo vigoroso, en su lengua mezcla de latinoamericano y de inglés de arrabal. Es muy competente: es él el que primero reconoce la derrotada figura del joven que se acerca. Al final, el encuentro dentro de la noche neoyorquina sella esta historia de amor, de la cual el ángel desaparece imperceptiblemente, sin que los protagonistas se den cuenta de ello, ya no lo encuentran en ninguno de los lugares en los que lo buscan. El novio siente una duda razonable acerca de lo que le cuenta la muchacha.

La autora mantiene con mano firme al personaje del ángel, no lo deja caer en la cursilería. El sueño del colombiano se cumple, el de actuar en un programa de televisión: en algún momento, mucho tiempo después, ella, distraída, lo ve en la pantalla del televisor, con un programa propio, titulado El Show de Ángel Gutiérrez. Espectadora lejana, y él “dentro” de la “caja mágica”, separados por el cristal del televisor, en el registro del orden virtual, la protagonista siente que el vínculo entre ambos se mantiene.  Hay aquí un final feliz nada edulcorado.

Ha pasado el tiempo, y entonces en el cuento el tema del amor maduro se despliega logradamente. Al mismo tiempo, los objetos van generando su significado con un resplandor propio, a medida que son descritos con dulzura, para ir formando parte viva de la existencia de los personajes. Se aborda la sexualidad femenina con un tenue lenguaje poético. No se trata solo de sexo, sino también de afecto, del decir con el que se dirigen los personajes el uno al otro, del conocer cada cual el cuerpo del ser amado y complacerse mutuamente, en la vivencia de los actos creados por ellos mismos, juegos que diferencian a los seres humanos de los animales.

Es un amor de larga convivencia, un entrañable vínculo en medio de una cotidianidad a veces francamente hostil, pero a la que la pareja, cuyos integrantes se conocen a fondo, logran, cómplices como son, enfrentar juntos. Son un matrimonio feliz, aunque ello sonaría convencional si no nos detuviéramos a pensar que hoy en día lo convencional son las separaciones y los desencuentros.

Es como un viaje lleno de aventuras, un texto en el que los sucesos se van presentando uno tras otro. Esta modalidad de escritura tendrá su máxima expresión años después, en la primera novela de la escritora, Nube de polvo, en la cual una larga serie de aventuras se encadenan perfectamente las unas con las otras, configurando un todo más allá de la especificidad de cada cual. Pero ya hablaremos de ello más adelante.La voz narrativa femenina, desde el tiempo presente, recuerda su amor al que fue ese muchacho, en un lejano pasado, y que ahora duerme a su lado, después de tanto tiempo, y a quien le dice, en su pensamiento: “La única vida que conozco. Tú” (p. 36).

La vida en común es amor, pero también existencia, en todos sus sentidos, incluso de índole animal o biológica, por decir lo menos, como los ronquidos y otras expresiones corporales, que no incordian, porque los dos cuerpos se han hecho uno solo, y las existencias también. En una bella expresión, la autora habla de un “cuerpo amigo”. Se trata de lo corporal compartido, un vínculo en el cual lo que se siente con frecuencia es el desamparo masculino.

El recuerdo de aquella noche en Nueva York retorna una y otra vez, incluyendo al ángel, ese guardián del amor del que ella evita hablarle al esposo, y del cual éste siente unos celos que no obtienen explicación. Pero a altas horas de la noche, cuando el marido ya duerme, la protagonista narradora se dedica a ver en un canal por cable El Show de Ángel Gutiérrez, su ángel barranquillero:

El show trata de amor, por supuesto: también eso se lo había dicho. En éste, casualmente, una pareja joven tomada de la mano se abre paso entre la gente multicolor que pulula en la calle, una toma general devela el inconfundible perfil de la Quinta Avenida. (…) El muchacho lleva el pelo largo amarrado en una cola y chaqueta con el cuello levantado (p. 42).

En muchos otros textos el amor es solo un breve tiempo privilegiado, un fugaz momento de esplendor, algo inapresable y pasajero. En algunos de estos cuentos se subraya de entrada el hecho de que se trata de amores fugaces.

Otro cuento, “El suéter”, del volumen La hora perdida, es radicalmente diferente a este. En primer término, en cuanto a longitud: largo el que hemos revisado, breve el otro. En segundo lugar, en cuanto a que los personajes son todos adolescentes. Y luego, en cuanto al espíritu reinante: un amor feliz y de toda la vida en el primero, que en nada se parece al de “El suéter”, el cual concentra dentro de sí, en su limitada extensión, un poderoso soplo shakespeareano, con su historia de amor, de celos, de hechizos, de cultura popular, de detalles cotidianos y de la irremediable tragedia final.

El espíritu lúdico de dos chicas, dos adolescentes, Edna, la narradora, y su amiga Sigal, las lleva a hacerse confidencias y a desternillarse de risa ante cualquier nadería, todo lo cual no permite anticipar el acontecer dramático del que seremos testigos. Como en tantas ocasiones, más bien como siempre, la sabiduría narrativa de Krina Ber lleva hacia adelante su texto, construyéndolo con los pocos pero originales elementos que van a producir el sorpresivo desenlace final.

Así como lo indica el título, un objeto va a ocupar el lugar central en el desarrollo narrativo, tal como sucede en la obra de grandes escritores como Saramago, Clarice Lispector y el propio Shakespeare. En este caso se trata de un suéter. Ha sido tejido por la protagonista, al lado de su amiga, que también teje y es la que le ha enseñado a ella. Se trata del producto de un trabajo femenino, aunque no se trata solo de eso: es un objeto para el amor. Se elabora con lana gruesa y suave, pero también se entreteje en él un hechizo que la amiga le enseña a la protagonista cómo incorporar.

El texto adquiere la pátina de un cuento maravilloso o de un antiguo cuento popular, a pesar de que todo el tiempo la escritura se mantiene dentro de los cánones del realismo.

El amor de la adolescente es intenso, se siente vulnerable ante Uri, el muchacho que ama, un chico que aparenta ser diferente a los demás, capaz de expresar ternura y de leer libros en los recreos.

Hacia él va dirigido el hechizo, para él se teje el suéter, todo eso que nos hace sentir que se nos está contando una fábula, que estamos leyendo un ancestral poema oral que se recita mientras se va tejiendo.

El hechizo genera la pasión en los dos jóvenes, cuya gran historia de amor se concentra en apenas unas breves páginas. Sin embargo, en cierto momento se produce la separación, por causas circunstanciales ajenas a los amantes, puesto que Uri tiene que viajar fuera del país –Israel- a visitar a su madre en los Estados Unidos, donde ella vive, divorciada del padre. Uri va a pasar las vacaciones ahí. Esta separación, debida a hechos comprensibles, temporal, además, es aceptada con serenidad por los amantes, más bien por la narradora, cuya voz es la que estamos escuchando y cuyo punto de vista seguimos. Sin embargo, en cierto momento entran los grandes temas shakespeareanos: la traición y la falsedad. Uri ha vuelto tiempo atrás de su viaje, pero no ha buscado a Edna, se ha cambiado de colegio y tiene una nueva novia.

Los celos, otro poderoso tema que adquiere sus máximas expresiones en la obra del dramaturgo inglés, surgen en el alma de la protagonista con gran fuerza, violentos y feroces.

Se produce el encuentro entre los antiguos novios y ella constata que en los ojos de él ya no hay amor hacia ella.

Todo se concentra ahora en el objeto, en el suéter, que ella ha tejido para él, con un color gris azulado que se corresponde con el color de los ojos de él. Lo usa Liora, la nueva novia de Uri, a quien él se lo ha dejado para protegerla del frío, pero debido al hechizo entretejido, la chica vive con intensidad su amor por el muchacho.

La protagonista se decide a actuar, y siente como si estuviera cometiendo un crimen. Todos los jóvenes están en un campamento, donde duermen al aire libre, en colchones de excursionistas. La narradora personaje va con una tijera a desbaratar el suéter, en el tiempo de la nocturnidad: “Nadie despertó, nadie me vio, nadie supo lo que hice” (p. 81). De hecho, sí está cometiendo un crimen, aunque ella misma todavía no lo sabe: estamos en el mundo de la tragedia, el cuento shakesperareano se corresponde, a lo largo de toda la historia y con su culminación final, con las grandes tragedias del autor inglés.

Desde el momento mismo en que Edna constató que es la otra muchacha la que lleva el suéter, el drama inició su desarrollo indetenible. Los sentimientos no se dicen directamente, todo gira en torno al objeto, y lo que la narradora le reclamó a Uri es que le dio su suéter a otra. Él contestó con una impersonal serenidad. Es lo que más afecta a Edna, el que lo haya dado, pervirtiendo su función. Otro objeto será el instrumento de la venganza: la tijera. En torno a estas dos cosas, magistralmente, se entreteje el cuento, el desenlace producto de los celos. El suéter, objeto del amor; la tijera, objeto del odio. La tijera se introduce suavemente entre los hilos y los puntos con los que ha sido amarrado el hechizo del suéter, el cual cubre ahora el cuerpo de la otra muchacha, que duerme profundamente, mientras la protagonista lleva a cabo la destrucción, cortando las hileras y los puntos encantados.

El objeto, roto, se convierte en asesino, cuando el viento arrastra sus hilos hasta dejarlos colgados de la rama lejana de un árbol.

El final –que no voy a contar- nos golpea, inesperado, sin preámbulos, con un golpe preciso y certero, decisivo, expresión del talento narrativo de la autora, un trágico final digno del cuento que he llamado de espíritu shakespeareano.

“El secuestro”, de Para no perder el hilo, es uno de los cuentos más bellos de Krina Ber, de alta poesía. Trata de un barco, de un catamarán prodigioso, que representa el amor, la juventud, el erotismo, la libertad, algo que los lectores al principio todavía no sabemos, aunque ya la narradora nos habla, desde el comienzo, de la seducción que ejerce sobre ella el insoportable azul del mar.

Los distintos catamaranes, veleros y lanchas se transforman en un modo de vida para la pareja cuya historia, más que narrar, se poetiza, hasta el momento mismo en que se está ya al borde de la muerte, y los recuerdos se entremezclan con otras imágenes, como las de una película. Todo es como un sueño, un poema, en el que imaginariamente se retorna a la brisa marina, con el cabello largo al viento.

Hay un logradísimo efecto onírico en este cuento, en el cual la autora nos conduce dentro de una atmósfera titilante, oscilante, trágica y de un intenso amor. Qué gran narradora es Krina Ber, tenemos que decirnos al leerlo. El acontecer transcurre en medio de una tenue neblina que crea el universo imaginario por medio de palabras, reiteraciones y datos ocultos.

En el texto –esto lo sabremos al final- circulan personajes que ya han muerto y que conversan con la protagonista narradora.

El cuento se deslastra de todo el costumbrismo tan frecuente (tan demasiado frecuente, tan abundante) de la narrativa venezolana actual y convierte la misma temática del costumbrismo en metáfora, en literatura, en algo independiente, aunque no autónomo del contexto, el cual tiene una presencia, sí, pero sutil, dramática y poética.

Dentro de lo enigmático del cuento, hay un al que apela la protagonista, la cual, en este cuento fantasmal, tiene varios nombres y ocupa al mismo tiempo diferentes espacios. Es ella de “materia incierta”, se nos dice en el texto, haciendo referencia al libro de ese título de la poeta María Inmaculada Barrios: “Materia incierta la vida, los minutos y los días, los taxis que se paran frente a mi edificio y nadie abre la puerta” (p.243).  No es un cuento de la cotidianidad, es un cuento fantástico que se desliza de lo real a lo imaginario, en su asedio a la muerte y a la vida. Lo fantástico se yergue a partir de la propia realidad.

Pero la vida irrumpe, la historia se atraviesa en medio de las existencias individuales, la única hija se va, emigra como lo han hecho tantos jóvenes venezolanos en esta época. Y en el contexto del cuento tampoco la escritura salva, las ficciones, lo fantástico, se desvanecen. Solo queda la desesperación por el secuestro que la vida le ha tendido como una trampa a la protagonista, una enfermedad cuya cura, de precio exorbitante, el esposo no puede costear: “Y yo, inventando personajes inciertos, Natasha, Kandela, equis, no me dejen, dejan, dejaron, habrán dejado ya” (p. 244). El lenguaje trastabilla, la sintaxis se enreda, el texto se hace autorreferencial, crítico e irónico.

El secuestro se lleva a cabo: se trata del aproximarse a la muerte, del no haber quien preste auxilio, de la carencia del dinero necesario para el tratamiento. Todo eso es lo que secuestra la vida, lo que impide realizar los estudios que quizás puedan llevar a la curación.

Es un cuento narrativamente muy logrado. La clave está envuelta en el cuento que se cuenta, como en otros textos de la autora, como si de verdad se tratara de un secuestro, con unos delincuentes, con lo cual se produce un doble nivel en la narración, dentro del cual se cuenta la llamada telefónica que los secuestradores le hacen al marido, informándole que tienen a su mujer. El hombre estaba durmiendo, se despierta, no entiende. La mujer se pone al habla también, le ruega al marido, “por favor Sam, sácame de aquí que tengo mucho miedo, está todo oscuro (…)” (p.258), y Sam la sacude para despertarla, a ella que está en la cama junto a él.

Antes de que todo se desmorone, al final, habíamos asistido a la necesidad de comunicarse con seres que ya no están, aunque alguna vez estuvieron, algo que el lector todavía no sabe. Así, vemos, cómo alguien, el personaje Borges Parra, se dirige a la protagonista, cuidándola, protegiéndola. En un recurso de composición que abunda en este cuento vemos una nota al pie de página, aclarando (creemos nosotros que aclarando): “Nuestro vecino de enfrente, quien se la pasa a menudo en el pasillo”. Hasta que al final se devela la condición del vecino supuestamente en el pasillo, cuando el esposo “no acude a Borges, aunque Borges sí pudiera ayudarnos, aunque él sí pudiera llamar o llevarme adonde sea, porque pasaron seis meses ya desde que nuestro vecino Borges Parra se tiró del balcón del piso siete” (p. 260). Es una forma indirecta de mostrar una condición existencial, una situación dramática que la clase media venezolana está sufriendo, sin quejas, sin denuncias, con la pura materia narrativa.

Al final la vida entera se concentra en un aleph, en el que están presentes todos los tiempos y todos los personajes, todos los vecinos, aunque a fin de cuentas solo se trata del marido de la protagonista, llorando, derrotado, con el teléfono en la mano, puesto que las ambulancias no vienen, la emergencia no responde y la ineficiencia y la insensibilidad del mundo van a ejecutar sobre ella la condena a muerte, el secuestro no se pudo solucionar. El secuestro es la enfermedad y la desidia, el crimen del colapso de la salud, aunque todavía no lo sabemos, a pesar de la nota al pie de página: “Sólo falta el TC de la cabeza y la IRM, la resonancia magnética computarizada, pero hay que esperar hasta junio para que reparen la máquina”” (p. 251).

El mundo pasa, los seres humanos también, solo quedan las palabras, los símiles extraordinarios y de alta poesía. Y dentro de la polisemia que tan bien maneja la autora, el amor es una modalidad maravillosa del secuestro, aunque no puede contra el secuestro que genera la vida: “Ya lo sé, dice, créame que lo sé … No necesito que usted me lo diga. Ya sé que es sólo cuestión de dinero. Y no lo tengo. ¿Cree que esperaría tres meses en el hospital público para un estúpido examen? Debería llevarla a Huston, debería llevarla a la mejor clínica de Caracas” (p. 259)

Acerca del afecto en el mundo femenino

En “Los dibujos de Lisboa”, cuento ganador del VI Concurso Nacional de Cuentos de la Sociedad de Autores y Compositores de Venezuela (Sacven), también en 2007, asistimos a la entrañable relación que se establece entre Adinha, la suegra, y la nuera, la narradora. Se trata de la historia de una larga conversación entre ellas, una modalidad de escritura que hace tan íntimo y humano a este cuento. No se trata de diálogos transcritos, sino del relato que hace la mujer joven de los distintos encuentros que tuvieron en Lisboa, primero durante un año entero y luego intermitentemente a lo largo del tiempo, en los breves viajes que ella hacía desde Caracas, para seguir manteniendo ese vínculo afectivo tan valioso.

Estas conversaciones vienen acompañadas de los dibujos que va haciendo la narradora de las calles de Lisboa, los cuales no son nada accesorio, funcionan como detonantes dentro de la historia que se nos va narrando.

También en este cuento se trenza brillantemente la narración, a partir de esa relación que se establece entre dos mujeres de dos generaciones diferentes. La condición femenina tradicional de Adinha la lleva a valorizar el espacio del hogar y los cálidos detalles cotidianos, una ausencia marcada en nuestro mundo actual, inestable y desarraigado. La joven, una arquitecta que descubre su don para dibujar de un modo “arquitectónico” ante el llamado de la ciudad de Lisboa, dibuja también los elementos de la casa de la suegra, todo aquello que constituye un hogar, la acogedora casa de Adinha. Ambos conceptos, tan estrechamente vinculados, casa y hogar, aunque no siempre, puesto que no toda casa logra convertirse en hogar, ocuparán un lugar central en la novela Nube de polvo, en la que su pérdida, su demolición y todo lo que ello conlleva, conducirá a perder la inocencia.

Asistimos al proceso del dibujar, al aprendizaje de hacerlo de un modo no técnico, y vemos surgir dibujos marcados por lo íntimo. Ahí están algunos de los dibujos, en las páginas del libro, no solo verbalizados, sino trazados, en su presencialidad visual.

El ars poetica de la autora se hace más explícito cuando su personaje nos dice que “el truco de dejarme absorber por los detalles funcionó de nuevo” (p. 151), para más adelante agregar: “Lo que todavía quiero lograr hoy, cuando en vez de dibujar, escribo (…) comienzo por algún detalle ferozmente fiel, eso sí, algo íntimamente real, pero casi inmediatamente la ficción se cuela en el texto creciendo por sus propios caminos” (p. 156).

La narradora personaje de este cuento conoció a Lisboa en su juventud, una ciudad de dimensiones armónicas en la cual se podía ir de un sitio a otro sin mayor esfuerzo, para encontrar rincones llenos de historias. Sus dibujos parecen estar conjurando un mundo hechizado, dulcemente encantado, objeto de un amor que se va renovando con palabras livianas y poéticas.

La escritora va construyendo el fluir del espacio ante su personaje, la hace percibir el rumor de la gente que allí habita, en esa ciudad habitable y que tanta fascinación ejerce sobre ella. Todo esto se nos muestra a partir de una mirada que poetiza el espacio, que descubre tanto su carácter onírico como su atmósfera humana. El vínculo con la ciudad de cada una de las dos mujeres es diferente: la narradora encuentra los espacios caminando errante por la ciudad; en el caso de Adinha surgen de su memoria. El tiempo parece detenido, el pasado retorna a través de los dibujos y, en cada ocasión, impulsada por el azar, la arquitecta desencadena alguna historia que tiene un significado para Adinha y su familia. Escoge los espacios una y otra vez, “sitios que ocupaban lugares precisos en las historias de mi suegra, incluso en las que no me había contado” (p. 172). Así, dibuja la prisión en la que estuvo encarcelado el hijo de Adinha cuando era apenas un muchacho de diez y seis años, trazando la historia política de Mauro,  el que es su esposo en el presente narrativo.  Ambas mujeres sueñan con una ciudad que ya no existe, que se movía a un ritmo lento y moroso.

Vemos el encierro doméstico de las mujeres de antes, mujeres alienadas, con la escasa libertad de la que disfrutaban, con las familias, hombres y mujeres, irritadas ante el éxito escolar de las niñas, premiadas en el colegio, algo que suscita el rechazo de la familia y hace internalizar en las rechazadas la negación de cualquier iniciativa, asociando ya para siempre el acto de destacarse con algo vergonzoso. Para la suegra de la narradora, un éxito así, cuando tenía doce años, se convirtió en una derrota para toda la vida. Fue aclamada como ganadora del título de mejor alumna del año, en el prestigioso colegio de monjas francés en el cual estudiaba. Corre, desalada, a mostrar su premio a sus padres, un ejemplar de la novela Los miserables, de Victor Hugo, pero solo desvalorización y restricciones obtiene. Sus alas serán cortadas para siempre.

Es una mujer, de ello se da cuenta la narradora, muy superior al esposo, pero al cual la esposa coloca en primer lugar, por encima de ella misma.

Las mujeres de la época de Adinha son machistas sin darse cuenta, inconscientemente, incluso las más valiosas, como ella misma, ya que no pueden salirse de las rígidas limitantes que les han sido impuestas en la infancia y ahora, a pesar de su fondo de inteligencia, no pueden dejar de juzgar negativamente a las mujeres independientes.

El vínculo entre las dos mujeres, entre las cuales, obviamente, no hay lazos de sangre, es más íntimo cuando no está el hombre, hijo de la una y esposo de la otra. La joven jamás deja de sufrir por la trágica condición de la mayor, a la cual nunca volvieron a dejar estudiar después de finalizar su bachillerato. Su ingenio y su talento la llevaron a aprender los más altos secretos del corte y de la costura, a partir de la observación y de la memoria, ya que la dueña del taller en el que trabajaba como costurera a nadie le enseñaba sus conocimientos, negada a transmitirlos. Sin embargo, Adinha se los apropia, gracias a su talento, seguramente nacido para actividades más notables, a las cuales la cultura machista les cerró el camino. Todo esto lo vamos conociendo a partir de la intimidad que se produce entre las dos mujeres: “Esa tenue simbiosis se mantenía estando solas, Adinha y yo”.

En esta narración tan delicada, en medio del drama, suavemente, también se va describiendo la preparación de la comida: “Corta las patatas y las zanahorias, echa los trocitos al agua, los guisantes todavía no, más tarde, añade un chorrito de aceite de oliva” (p. 189).

Más allá de su aguda mirada crítica, en “Los dibujos de Lisboa” podemos percibir cómo son de sugestivas para Krina Ber, y lo sugestivas que las hace para los lectores, las mujeres ya mayores, cuando construye el personaje Adinha, cuya condición amorosa, cálida y humana nace de una sabiduría propia de la vejez, la cual aquí se nos muestra con una dignidad peculiar, un don de gentes que surge de entre los pliegues de la experiencia.

La egregia figura de esta mujer ejerce la misión de conservar, resguardar y mantener la memoria.

Al mismo tiempo, la autora tiene el valor de asumir, en contra de las opiniones predominantes en el medio intelectual más divulgado en la actualidad, lo femenino en su sentido tradicional, aunque sabemos que también denuncia con coraje e ingenio al machismo. En numerosos textos nos encontramos con personajes femeninos que se materializan en una mano amorosa que acaricia a la casa y a sus habitantes. También es algo que veremos luego, al revisar la novela Nube de polvo.

Al final del cuento, que hasta ese momento iba a un ritmo lento y moroso, para una mirada superficial casi más una crónica que un cuento, una historia cotidiana de unas vidas sencillas, surge de repente lo extraño, aparece en los dibujos de la nuera. El cuento finaliza dramáticamente, hay un giro narrativo, un cambio de tempo, de ritmo, una transformación en el personaje Adinha, a partir de una historia que ella siempre había callado. La intensidad de la narración se hace insoportable, la mujer mayor confiesa un crimen que indirectamente ha cometido, para salvar a su hijo de la prisión y de la tortura. Delató a alguien y lo llevó a la muerte. La morosa narración expresa brillantemente el suspenso. Ella sabe los hechos por datos a su vez indirectos, por una noticia de periódico en la que la dirección que se menciona coincide con la que ella ha dado, magnetizada, semihipnotizada por el policía político que la atrapa en sus redes: “Un sujeto subversivo fue abaleado por la policía cuando trataba de escapar” (p. 189). La empatía existente entre las dos mujeres se intensifica, ambas lloran. Pero tiempo después, cuando ya existe Internet, la narradora busca el nombre que le mencionó su suegra, Agostinho Carval (nombre y hecho ficticios, pertenecen al cuento, no a la realidad), y se entera de que fue un miembro importante del partido comunista y que no murió en esa ocasión. Su corazón anhela dar la noticia a Adinha, pero ya no es posible. Ya no se lo puede contar porque los años han pasado y el tiempo ha borrado de la mente de la anciana cualquier recuerdo.

Un asordinadamente dramático final para un gran cuento.

Mujeres solitarias y engañadas

Son numerosas las mujeres solitarias que recorren las páginas de estos notables libros. Cuando sus frecuentemente rutinarias vidas, muchas de las cuales transcurren en despersonalizadas oficinas, son modificadas por alguna ilusión, se genera en ellas el deseo, que las erotiza intensamente, haciéndolas emerger de una condición amorfa, como tocadas por una gracia hasta entonces oculta. Los aconteceres son narrados por Krina Ber con humor y con audacia, llevando sus historias en un crescendo en el cual nada es gratuito, la construcción de los textos le da consistencia a los diversos argumentos. Muchos de los personajes de estos cuentos son “pequeños seres” garmendianos, en este caso femeninos, que están siempre a la espera de algo, o de alguien.

De una sostenida manera explora la autora el erotismo femenino a través de la mujer solitaria y fácil de engañar. Con un manejo certero de la articulación de la historia, se muestran los actos de seducción masculina y la propensión de la mujer solitaria a caer en redes tejidas sin mucho disimulo y ser presa de maniobras bastante transparentes. La autora percibe la condición devaluada de tanta mujer que anhela romper su soledad y tener a alguien a quien amar y cuidar, para ser a su vez cuidada y amada por alguien. Sus personajes femeninos no son grandes heroínas dramáticas, como Anna Karenina o Emma Bovary, son esos “pequeños seres” de los que el mundo está lleno, y que en las páginas de la autora encuentran un espacio, con sus vidas convencionales, dignas de respeto y dignas de ser escritas: son legión. El brillante logro de la narradora está en que muestra a estos seres que rozan la mediocridad con una sabia visión solidaria, con un tenue humor, sin juzgarlas, comprendiéndolas, poniéndolas a andar en su devenir existencial marcado por el deseo y sellado por la frustración.

Las computadoras juegan un papel central en varios cuentos, como en “Los gatos pardos”, de Cuentos con agujeros, en el cual tienen una función primordial en el ámbito erótico que ahí se ficcionaliza. Los textos del correo electrónico son el cuerpo del enigma, el tema central de este cuento. Son cartas que supuestamente van intensificando una relación, aunque a la final todo culmina en el aspecto del horror de la tecnología, del poder de la burocracia y del funcionamiento de la empresa, en una nueva modalidad de lo kafkiano, ya que la vida personal puede ser borrada (de la pantalla, pero también, metafóricamente, de la realidad) por una decisión administrativa, mediante una intervención brutal que hace estallar los proyectos individuales. La súplica desesperada de la protagonista de “Los gatos pardos” por una prórroga, esa misma que todavía había logrado José K. en El proceso, aunque fuera por poco tiempo, en este cuento, escrito casi cien años después de la obra de Kafka, no se concede. La omnipotente institución, en esta oportunidad la empresa en la que trabaja la mujer, destruye en un momento todo lo importante en la vida de ella, aunque, los lectores ya lo sabemos, en realidad no es importante, es un simulacro con el que la están engañando. Pero ella no lo sabe y, como individuo, queda anulada. El matar los virus de la computadora es matar también, de paso, los proyectos personales, la posibilidad misma de su existencia.

Se expresa aquí la dramática situación del individuo, un asunto central, universal:

Las uñas afuera, resucita y se abalanza sobre esos verdugos tratando de frenar el proceso de la destrucción. No le pueden eliminar el correo electrónico. ¡Por favor, no! Por lo menos, no hoy, no ahora. Que le den una prórroga. ¡Sólo una tarde de prórroga! En nombre de Dios y la meritocracia, que tengan piedad (…). Su corazón desconectado se marchitará y se irá con el viento cual hoja seca al llegar el otoño  (p. 25),

Es muy notable la mención a la meritocracia en este párrafo, puesto que fue una de las banderas más publicitadas del llamado neoliberalismo de los años noventa del siglo pasado, una motivante propuesta que nunca se cumplió.

Muchos de los cuentos pasan, imperceptiblemente, al registro del absurdo, un absurdo no pesimista como el de Beckett –un grandioso pesimista-, sino caracterizado por experiencias que oscilan entre la ternura y el asombro, entre lo imaginario y lo real.

En “Los gatos pardos” se juega con el doble registro verbal que connota el título (los gatos pardos remite a que de noche todos son iguales, pero el Gatopardo, nombre con el que firma sus correos electrónicos el seductor virtual, remite a un príncipe, a un hombre poderoso y dominante). Con irreverente humor, el texto va deconstruyendo el machismo, pero también a la condición de las mujeres solitarias dispuestas a hacer lo que sea por conseguir unas migajas de atención.

En este cuento, como en los de la mayoría de la autora, son excelentes el humor, las imágenes y el lenguaje, la vinculación de lo extraño y de lo cotidiano, así como el narrar una aventura contemporánea, en el terreno de la comunicación/incomunicación.

La actualización de viejos problemas se produce en un mundo con recursos tecnológicos nuevos, los cuales, con su virtualidad, contribuyen a llevar a la protagonista a creer vivir una realidad cuando lo que está viviendo en verdad es una fantasía, reiterada con cada nuevo mensaje que le llega del ciberespacio. El personaje femenino, alienado y degradado, construido con mano firme, persevera en el error y, de nuevo como en las comedias de equivocaciones clásicas, se confunde de hombre, toma a uno por otro, puesto que nada, aparte de la virtualidad, le da base al pseudoencuentro que se suscita.  No hay final feliz aquí, el cuento no termina con el esplendor de alegría de las mencionadas comedias, solo queda una triste situación, más propia de la modernidad.   El relato es un texto hiperbólico, fantástico y humorístico acerca de lo que realmente sucede en las oficinas. La contemporaneidad del texto viene dada por el hecho de que la historia gira en torno a esos misteriosos e-mails, enviados por algún anónimo que erotiza a la solitaria mujer que los recibe.

En el espacio de las oficinas circula el erotismo. En ellas son los escritorios y las computadoras las que configuran el universo que rodea al personaje. Sin seres humanos, se convierten en un mundo distinto y tenebroso cuando cesa la actividad. El poder de la oficina, de la burocracia, el poder, en general, interviene y destruye la vida personal, los sueños, los proyectos, la sexualidad misma, una de las actividades centrales de la vida individual.  Básicamente son las mujeres las víctimas de las situaciones. El hombre de “Los gatos pardos” vive una aventura sexual corriente, en cambio la mujer vive una apasionada fantasía.

En numerosos textos estos “pequeños seres” sienten el impulso de vivir, de comunicarse, de salir de la inercia. En “Los gatos pardos” la secretaria, de existencia anodina, se encuentra de pronto ante el excitante hecho de recibir mensajes con un seudónimo en su computadora, de un hombre que se comunica con toda evidencia desde la misma oficina, que la está viendo, puesto que va describiendo lo que ella hace. Estos mensajes la sacan de su rutina, tal como nos lo narra Krina Ber, con un lenguaje de notable riqueza: “Desde entonces esa correspondencia se anidó en el umbral de su vida cotidiana en aquella zona imprecisa que se extiende entre las realidades aparentes y ocultas” (p. 17).

El argumento mantiene el suspenso a través del cual acompañamos a la mujer en pos del enigma de quién es el autor de los mensajes y de cuál es la motivación que hay detrás de ellos; junto a ella, exploramos el ciberespacio desconocido, desde el cual una mirada despierta el erotismo de esa mujer, en  cuya vida hasta ese momento nada notable había pasado. Nace en ella el deseo de compartir la aventura que está viviendo, pero ejerce el autocontrol para no caer en boca de los demás, preservar su intimidad, aunque quisiera presumir de la conquista que ha hecho, de lo que ella cree que es una conquista, aunque a la final nos enteramos de que el hombre solo está jugando con ella, como el gato con el ratón.

Los seres humanos, en estas historias, anhelan tener con quien hablar, hablar de sí mismos a alguien que sienta interés en escuchar, fundar una convivencia gentil, establecer vínculos y hacer un esfuerzo por mantener la comunicación. Formar parte de una comunidad genera satisfacción, aunque muchas veces la pertenencia a colectividades es apenas un recurso motivado por la desesperación.

Un dramático error de la protagonista de “Los gatos pardos”, carente del soporte tecnológico, borrados los mensajes que construían un camino, la hace ir por una falsa pista y eso la conduce a que su encuentro se produzca con el hombre equivocado. Su fantasía la lleva a perseverar en el error, insiste en autoengañarse, en aceptar los hechos sin criterio, sin crítica.

También en “Liberación animal” asistimos a una secuencia de comedia de errores. Aquí un hombre le envía videos a una mujer, supuestamente con la intención de denunciar la situación de los animales maltratados y exigir solidaridad con ellos.  La protagonista, llevada por el fanatismo, por el abandono amoroso y por la soledad, irrumpe en un hogar ajeno, para rescatar a un perro moribundo. Con un humor muy logrado, el cuento trata de que el personaje femenino se lleva al perro equivocado.

Solo desde abajo se da cuenta de su tremendo error. La tragicomedia continúa, hasta que la mujer llega a la derrota final, cuando constata que del otro perro, supuestamente moribundo, al que quería “rescatar”, “ya no hay rastro de él, el edificio se lo había tragado” (p. 225).

La angustia de la mujer por el perro, evidentemente, es una proyección de su  angustia por sí misma, por su propia soledad y abandono.  Viviendo una fantasía, se siente una superhéroe cuando va a realizar lo que cree que es un acto grandioso, aunque todo lo hace por recibir los elogios y la admiración del hombre que la ha seducido, elogios que, por cierto, no recibe. Es un texto escrito con un leve desparpajo y una excelente ironía, en el orden de los derrotados pequeños seres: con una suave burla hacia la mujer alienada, tan fácil de engañar.

Está muy lograda también la representación de las artimañas de seducción del hombre y de cómo las defensas de una mujer solitaria van cediendo. Se nos muestra todo lo que es capaz de hacer un hombre de actitud machista, para luego desaparecerse, después de haber satisfecho su propósito sexual. Todo ha sido fingido en él, todo el interés que ha demostrado por los asuntos de ella, algo que la catapultó a tener elevadas expectativas en cuanto a la importancia de la acción solidaria hacia los animales, que supuestamente llevan a cabo juntos.

“Liberación animal” es un texto de fuerte ironía, una sátira más bien. Hay una burla a las organizaciones solidarias, muchas (no todas, por supuesto) de las cuales se caracterizan por la ingenuidad, otras responden al intervencionismo político, otras a la obtención de importantes sumas para su funcionamiento y otras más a deseos de figuración.

Hay una mirada irónica sobre los elementos cotidianos, una presencia constante y variada del espacio, una narración fluida que con frecuencia da entrada, inesperadamente, al humor, así como diálogos ingeniosos y escenas desopilantes. Con leve ironía trata la autora la desesperada actitud de su protagonista femenina, que firma todas las peticiones on-line, para ocluir su propia soledad y pertenecer a algo, tener algún propósito común con otros.

Como vimos, el nudo central de la narración se produce a partir de la confusión entre dos espacios, cuando la mujer toma un balcón por otro. Al final el espacio se vuelve caótico, junto con la derrota definitiva de la protagonista.

Por algo el segundo libro se llama Para no perder el hilo, puesto que muchos de los personajes femeninos tienden a dispersarse y la narradora siente la necesidad de ponerles coto.

También para los hombres puede ser un refugio el mundo virtual

En el cuento “Benjamín y la caminadora” la historia surge de una familia hostil, de la que el protagonista, Benjamín, solo recibe reproches, exigencias y desamor, sobre todo de su esposa. La incomunicación reina entre ambos. En el fondo de tantos reclamos que le hace ella a él se agazapa uno que nunca es pronunciado: lo que no ha cumplido Benjamín es regalarle a la esposa el brillante futuro que le había prometido cuando iniciaron sus amores. Una vida entera ha pasado y ese futuro nunca llegó. El personaje es lo que se considera un fracasado, dentro de la alienación que marca su vida.

El horror de vidas sin sentido, rutinarias, aparece en este cuento también. No es una condición inherente a las mujeres: en este cuento lo vive el protagonista.

El médico le ha recomendado caminar. Inicia este proceso en un gran parque, en el que comparte esta actividad con numerosas personas que se dedican a trotar, a correr o a caminar. En cierto momento se da cuenta, en ese mundo real, que él es el extraño, el otro, el devaluado. Viejo y enfermo, todos lo pasan, incluso los que van caminando. Se retira de ahí e intenta hacer el ejercicio en la calle, entre su oficina y su casa, yendo y viniendo, hasta que, debido a un incidente que sucede en ese lugar y del cual su familia se entera, la esposa y el médico le prohiben andar por esas “zonas peligrosas”. Finalmente, se compra una maravillosa máquina caminadora, la cual viene con un video que se proyecta sobre la pared. Así llega Benjamín al mundo virtual, que se constituye en su refugio. Aunque está en su habitación, parece estar caminando entre paisajes increíbles, el sonido del trinar de los pájaros y de los distintos ruidos que surgen de ese mundo mágico.

La metáfora del caminar y, al mismo tiempo, estar siempre en el mismo espacio real, expresa la condición de lo que ha sido su vida. Simboliza lo que no vivió, en oposición a los exitosos, a los que pisan fuerte y saben hacia dónde se dirigen. Aquí lo real es lo inaccesible, es aquello de lo cual se ha sido excluido y es sustituido por una fantasía artificial. El objetivo que le impone la máquina es llegar al final del recorrido, en medio del mundo virtual maravilloso, la naturaleza en toda su riqueza. El personaje disfruta de la felicidad de estar solo en medio de ese universo mágico, estar refugiado en un mundo  esplendoroso.

Poco a poco se introduce otra dimensión, lo fantástico entra imperceptiblemente en el cuento, como es tan frecuente en los textos de Krina Ber: lo que se proyecta en la pared se va transformando, los elementos que entran dentro de él se renuevan y aparecen presencias que antes el personaje nunca había notado, así como desaparecen otras. Este mundo que permanentemente se va modificando se opone a la parálisis de su vida real.

El amor, perdido hace ya tanto tiempo, reaparece también, por medio de una fascinante mansión, que de pronto le recuerda que su imagen fue recortada de una revista por “ella, joven y deslumbrante, (…) el hogar soñado para su futuro común” (p. 14).

Hace un gran esfuerzo, intentando llegar al final, a un lugar donde sabe que hay una lejana ciudad erguida sobre una colina. Es “Su última posibilidad de escape” (p. 16): quiere huir de su familia, que está tratando de tumbar la puerta. Mientras tanto, resuena el leit-motiv del cuento, la exigencia de que no se encierre. Pero ahora, al final, Benjamín ya no quiere abrirle la puerta a la detestable realidad, disfruta de su soledad y quiere llegar al final del recorrido, al final (de la vida, aunque, fiel a su ars poetica, la autora no lo dice expresamente) de las maravillas fantásticas, virtuales. A lo lejos se ve la ciudad, el objetivo a alcanzar.

Se trata de un hermoso y duro cuento de hadas, de la trágica historia de una vida frustrada, como muchas.

La marginalidad

La marginalidad es uno de los temas más interesantes que trata la autora, y lo realiza de una manera diferente a como lo hace la gran mayoría de los escritores venezolanos del siglo XXI. No lo hace ni con odio ni con compasión. En sus textos los pobres, los marginales, los miserables, están ahí, ocupan un lugar importante en su narrativa. Es un sector que es, y está, no es algo a execrar ni a idealizar. Generan una especie de seducción en los personajes que tratan con ellos, en general con ellas, en particular con la protagonista de “La recogelatas”, de Cuentos con agujeros, y con la de “El quiosco de Nilda. Cuento de hadas urbano”, de Para no perder el hilo. Los personajes protagónicos sienten una intensa sugestión, una compleja oscilación entre el temor y el amor, la curiosidad por saber y el deseo de huir, el horror ante la posible alternativa de convertirse, en algún momento, por un resbalón existencial imprevisto, en parte de ellos, llegar a ser también marginales, todo lo cual constituye la riqueza de estos dos cuentos, en los que se explora a fondo la condición de la otredad y de la exclusión.

En “La recogelatas” nos encontramos con dos personajes protagónicos: la que le da título al cuento y una actriz de telenovelas, la cual no desea verla pero la tiene presente siempre, no la puede olvidar. Es la otra, la que no se acepta, aunque, y aquí es donde se enriquece el cuento, es también el sí-mismo que puede llegarse a ser.

El punto de vista está situado en el personaje actriz, Eliana, ya fracasada, luego de haber sido protagonista exitosa en la televisión, su físico degradado por los años, contra los cuales lucha patéticamente. A medida que transcurre la narración los roles van cambiando y la actriz que fue famosa termina reconociendo las cualidades de la recogelatas, su eficiencia y su capacidad organizativa.

El miedo también está aquí, aunque sin la autocompasión de los textos de algunos otros autores venezolanos del momento. Aquí no es a la recogelatas a la que se le tiene miedo, sino a la posibilidad de un futuro así, de llegar a ser como ella. La condición de marginalidad, cuyos bordes roza permanentemente la actriz fracasada, puede terminar por suceder en la realidad representada, el ser incluida en la otredad, aquello que es lo más temido. Entonces el cuento gira, con sabiduría, y la recogelatas deja de ser una figura plana, adquiere densidad y se corporeiza: la actriz termina por percibir que la otra mujer es una luchadora. Luego, la construcción del cuento gira de nuevo, brillantemente, la situación se duplica, y las identidades se confunden. A la actriz el único papel que su representante artístico pudo conseguir en una telenovela es el de indigente, es más, de una recogelatas. Y a la final, la verdadera recogelatas terminará por convertirse en una exitosa empresaria, gracias a su propio esfuerzo.

La conmoción que siente la actriz, que ha estado autoengañándose, creyéndose todavía primera figura, es proporcional a la de tener que transformarse, aunque sea en la pantalla del televisor, en ese ser que tanto teme. La autora plantea, con la sabiduría de la narradora que va construyendo sutilmente su texto, cómo su personaje anticipa la reiteración de su propia imagen, ya presentida en sus fantasías personales como recogelatas, en la telenovela, en la cual, con sus gestos y sus andares, vivenciará y dará a vivenciar esta opción, la cual, de esta manera, se presentará en tres registros: el de la realidad representada, el de lo imaginado por ella misma y el de la simbolización a través  de esa obra de arte –que puede ser lograda o no, pero no deja de ser obra de arte- que es la telenovela.

En el parque, donde la actriz corre todas las mañanas y la recogelatas realiza su labor, esta última, en cierto momento, en una modalidad inédita de Virgilio, conduce a la otra hasta el infierno. Al mundo de la marginalidad,  con su patio ruidoso y ruinoso en el que se amontonan los desperdicios que recogen los innumerables recogelatas que pululan por la ciudad.

Cuando la actriz logra retornar del vértigo que le produce este submundo y se reinserta en la realidad que conoce, la del parque, comprende que existe un negocio que prospera a partir de la marginalidad, como en La ópera de tres centavos, de Brecht. Uno de los encargados del negocio le ha preguntado si también ella trae alguna mercancía, aunque, evidentemente, su aspecto y su ropa son muy diferentes a los de los demás. La autora ha construido, con mano maestra, un abismo social, dentro del cual se reinstala intensamente el atroz miedo que siente la actriz.

Esta situación, tan bien diseñada, se enriquece con un toque de subjetividad que matiza logradamente la escena social, cuando la protagonista descubre un elemento de asociación con su propia madre. Un angustiante elemento de asociación. Un sombrero, seguramente sacado de la basura, pero que perteneció a la madre, ya muerta, y que ahora se encuentra sobre la cabeza de la recogelatas.

El dramático paralelismo continúa a lo largo de todo el texto. El ir y venir del proceso de identificación se amplía, se matiza, gira en un sentido o en otro, en un proceso durante el cual la protagonista-actriz se va alejando y aproximando, alternativamente, a la figura de la protagonista-recogelatas. En uno de estos giros narrativos, tan logrados, se produce en el parque un accidente, es decir, algo generado por el azar. La actriz, sin querer, hace caer una alta torre de latas que ya la otra había recogido, mediante largo y arduo trabajo. Apenada, empieza a ayudarla, es decir, se convierte en recogelatas. La referencia a la madre, a partir del sombrero, aparece de nuevo, al igual que hacen su aparición dos ejecutivos de la televisión, que también trotan en el parque, los cuales creen, en una comedia de errores, tan brillantemente frecuentes en la obra de Krina Ber, que ya ella está ensayando para su nuevo papel.

El vínculo con la marginalidad se hace complejo, sin sociologismos baratos, pero plena de sentimientos subjetivos. La autora anuda con seguridad su texto: la recogelatas, figura emblemática, se funde con la imagen de la madre, y también con la de la hija, señalándoles el camino que van a recorrer, o que ya recorrieron.

El cuento, como tantos de Krina Ber, se desliza sutilmente hacia lo fantástico, y la recogelatas, a partir de cierto momento, se nos presenta como una especie de hada madrina que, invisible, parece estarle dando consejos a la actriz, orientándola en sus decisiones. Es quizás por algún efecto mágico por lo que, justo tres años después de la muerte de la madre, la actriz y la recogelatas se encuentran precisamente delante de la casa de reposo en la que esa muerte se produjo. Madre sustituta, degradada, marginal, carece de la crueldad que caracterizó a la madre verdadera, para la cual la hija fue solo un objeto, la actriz, la que iba a aportar dinero y éxito.

El cuerpo de la vejez, el que fue de la madre en su última etapa, va invadiendo soterradamente el de la hija, ocupando su lugar, tomando posesión de lo que el tiempo decreta y ante lo cual no hay salvación. Surge entonces el sentimiento de culpa por el descuido que la hija cometió contra la madre anciana y devaluada. La tiene presente mientras va cumpliendo su correr matinal, a esa figura de la madre que se halla entretejida en toda la narración.

Los juegos de espejos, los dobles, también se ficcionalizan brillantemente. Así, los degradados papeles que la actriz desempeña en las telenovelas se corresponden con la vida degradada de la protagonista, cuyo camino existencial conduce a la resignación, a aceptar el fracaso.

El grotesco final –en el buen sentido del término- materializa la terrible y triple relación a través del sombrero de marginal, que tiempos atrás fue de la madre, al que la hija ha botado a la basura, de donde lo tomó la recogelatas, la que se lo puso en la cabeza, para finalmente regalársela a la actriz, la cual se siente comprometida con la marginal y a su vez se lo pone en la cabeza, marcando de esta manera, por una parte, con un sello tragicómico el hecho de que liberación no hay, pero por la otra, la determinante condición del intercambio de los roles y de la conversión de la otredad en mismidad. De una manera sutil se presenta la relación entre la recogelatas y la clase media, de una manera diferente a como la tratan otros escritores venezolanos de la actualidad, a partir del papel central de un objeto que parece adquirir vida propia.

En el otro cuento mencionado, “El quiosco de Nilda”, el cual lleva el subtítulo de “Cuento de hadas urbano”, para el niño protagonista los marginales se presentan como seres fascinantes, mágicos, diferentes y, a la vez, personas corrientes que habitan en lugares deteriorados, cuya realidad se escapa a través de una puerta entreabierta.

En este cuento se sugiere, sutilmente, pero sin titubeos, que los marginales están organizados y constituidos en gremio, lo que nos lleva a asociar la idea con los ciegos de Sábato en Sobre héroes y tumbas, aunque la autora trata el tema con mucha más suavidad y sin alcanzar (ni pretender alcanzarlo) el espeluznante horror que logra la atmósfera creada por el escritor argentino.

El cuento se crece al poner en escena un misterio que no puede ser penetrado. La marginalidad, en este texto, es algo subterráneo y oculto, que ahí, debajo de la tierra, se va ramificando. El quiosco es el centro del enigma, puesto que, según el protagonista infantil, Nilda, la quiosquera, entra dentro de él y nunca se le ve volver a salir, aunque al final del día el quiosco aparece cerrado y a la mujer se la puede encontrar en su vivienda, al que, de acuerdo a la imagen que de ello se hace el niño, seguramente ha llegado por un pasadizo subterráneo, secreto, en un submundo que solo la quiosquera conoce, que desemboca en el sótano del edificio donde vive el chico, y en el que Nilda habita en la planta baja. La mirada de la arquitecta-escritora configura lo fantástico a partir de la forma, de la imagen de la verticalidad.

El misterio es el otro, la otra clase social, el marginal. No es fácil ingresar a su mundo, pero en los cuentos de la autora hay una propuesta, lo cual no deja de ser algo digno de una intelectual. A su vez lo marginal también es atraído por lo otro.

A partir del misterio del espacio, de la ubicuidad, de la aparición/desaparición en “El quiosco de Nilda”, el texto narra la gran aventura de la infancia, con fantásticos pasadizos secretos y con misterios que no deben revelarse nunca. Evidentemente, Nilda representa el peligro, forma parte del gremio amenazante, que actúa en secreto en el submundo.

También en este cuento resulta muy lograda la percepción ambivalente de la marginalidad, ya que el niño, a la vez que considera a Nilda una bruja, en el momento en el que siente miedo busca protección agarrándose a las faldas de ella. Simultáneamente, la autora le otorga una voz muy sabia a la mujer marginal, la cual así le dice al niño: “Cuídate, pero no juzgues a nadie, chamín. Son gente, no mala gente, gente y punto. Incluso nuestros vecinos”.

De esta manera, la escritora va revalorizando a la marginal, siempre dentro de la ambivalencia, explorando, intentando comprender, conociendo.

El texto oscila, es complejo, no es de ninguna manera panfletario. Hay en este cuento una transmisión de sentimiento muy logrado y consigue conmover al lector, sin sensiblería ni cursilería alguna.

En “El quiosco de Nilda” adquieren una expresión notable los dos niños protagonistas, Robi y la Barbie, inventando un mundo de fantasía a partir de los elementos dados de la realidad. Se desarrollan en su discurso algunas de las grandes utopías de la infancia y de la adolescencia, a través de magníficas rupturas del tiempo narrativo, lo cual se da de una forma casi imperceptible, pero permitiendo explicar muchos elementos de la historia.

El conjunto residencial en el que viven los personajes es un lugar privilegiado. Reconocemos en diversos cuentos que es el mismo espacio donde habita la voz que narra: lo marca la palabra nuestro, sin que ese nosotros forme parte del argumento.

La vacilación de lo real, lo fantástico, se expresa a través del espacio, cuando se produce la impresión de que las dimensiones del quiosco van cambiando, achicándose o agrandándose cada cierto tiempo, como en un cuento de hadas, como en Alicia en el país de las maravillas. Y también se abre y acoge, protege: es un espacio mágico.

El quiosco gira y gira sobre el texto, o el texto gira y gira sobre el quiosco, transformándose continuamente ambos. El mundo oculto, perteneciente al ámbito del inconsciente, que parecería agazaparse en el oscuro y reducido espacio, nos recuerda el hueco por el que cae Alicia, algo desconocido que se halla en lo profundo, aunque en este caso no sería un país de maravillas, sino otra cara de la realidad (a fin de cuentas, también es el caso de Alicia). Entrar a ese quiosco sería como ingresar por el umbral de pase hacia la vida adulta, sin magia y sin fantasías irrealizables.

El padre.

En “Carta a Klara Ostfeld”, que no es un cuento, es en verdad una carta que está incluida en Para no perder el hilo, nos encontramos con una dramática e insólita búsqueda que connota la tragedia de los judíos centroeuropeos. Aquí se representa el hecho real de que el destino del padre de la escritora, y de la familia toda, de los dos hijos, aún niños (ella y su hermano menor) depende del insólito hecho de tener que encontrar unos papeles de alto valor científico, que fueron escondidos por el padre, tiempos atrás, entre unos escombros. De su hallazgo o de su pérdida depende el rumbo de la existencia.

Eran muchos los que en ese entonces no sabían siquiera su condición de judíos, se habían asimilado a las culturas a las que pertenecían desde muchas generaciones, desde siglos atrás, y no se sentían diferentes, compartían las mismas pasiones, deseos y preocupaciones de sus vecinos. Como siempre, es el otro el que lo define a uno, el que lo ve como negro, como viejo, como judío, es decir, como el que tiene un secreto sin saberlo, son los otros los que conocen ese secreto, lo que Paul Celan, que sobrevivió a los campos de concentración, poco antes de suicidarse llamó la lepra. A partir de mediados del siglo XIX se legalizó en Europa esta asimilación, que ya se había producido de hecho, pero la jurisprudencia no duró mucho, puesto que después de 1918, derrotados Alemania y sus aliados, el antisemitismo levantó de nuevo cabeza, buscando –y encontrando- un chivo expiatorio a quien culpar, más allá de cualquier ley que, por lo demás, bien pronto fue abolida. Así lo explica Krina Ber en su texto: “jamás sospeché siquiera que fuéramos judíos. Parece loco, pero era así. No podrás creer lo poco que se hablaba de eso (…). Y de los judíos, menos” (p. 237). No era frecuente encontrar judíos ortodoxos en la Europa Central ni en  Alemania en el verdaderamente liberal siglo XIX, ni tampoco durante la época llamada Fin de Siglo, tan rica en su eclosión cultural, en particular en Viena, con la intensa participación de los judíos. A lo largo del siglo XX luego empezó a utilizarse con gran frecuencia el término liberalismo, cada vez más vacío de contenido, hasta llegar a toda clase de fundamentalismos y ortodoxias en lo que va del siglo XXI, a lo largo y a lo ancho del mundo.

La capacidad de Krina Ber de representar la visión de imágenes de figuras paternas se hace presente en “Carta a Klara Ostfeld”, en la que escribe, alucinada, que, viendo la película El pianista, de Roman Polanski, que trata del gueto de Varsovia, de su levantamiento y de su derrota, así como de la persecución y exterminio de los judíos por parte de los nazis, ella creyó por un momento haber visto ahí a su padre, “de espaldas, vagando entre las ruinas de Varsovia justo después de la guerra” (p. 234). Pero no todo es alucinación, la autora cree ver algo que en realidad sucedió, cuando el padre anda en busca del destino, del de él mismo y el de su familia: “Como el ‘pianista’ en aquella escena, mi padre vagó tres días por las ruinas de la ciudad (…). No sé cómo lo logró, pero volvió con sus papeles intactos.” (p. 236).

Se produce, como en otros textos de la autora, la asociación del padre con indigentes. Es la imagen original: el padre vagabundo, perdido el norte, extraviado, carente de raíces en medio de su mundo, que se ha derrumbado.

La trágica historia del padre es contada en esta carta a Klara, en una  versión (la real) de la figura, que aquí ha decidido emigrar de Polonia e irse con su familia a Israel, en 1957. Nos sorprende, como sorprendió en su momento a sus hijos el que, a pesar de haber encontrado, milagrosamente, los papeles con sus descubrimientos científicos, que él mismo había ocultado al final de la guerra  cuando todos huían de Varsovia, y en medio de una aparentemente muy exitosa carrera universitaria, de docencia e investigación, tome esa decisión. El enigma se devela posteriormente: una médica polaca que llega de Argentina hace una afirmación que nos sorprende, porque llama al padre con el mismo apellido que lleva la autora, haciendo detonar nuestra idea de que el texto es una ficción, aunque ya debíamos de saber que no se trata de un cuento, Klara Ostfeld es una persona real, una escritora  rumana radicada en Caracas y el título hace unívoca referencia a una carta: “Al oír el nombre de Arthur Ber se quedó de una pieza y se emocionó mucho al comprobar que, efectivamente, mi padre había sido su profesor en la escuela de medicina de Varsovia. Lo recordaba perfectamente: era muy admirado y querido. El mejor, dijo. Mis ojos se humedecieron” (p. 240).

Y se nos cuenta también el episodio que antecedió a este:

Una clase que dio en los principios del año 57 sobre la controversial glándula hipófisis. (…) un estudiante (…) sí tenía una pregunta: ¿Por qué dejaban que un sucio judío impartiera clases en una universidad polaca? (p. 241).

La brutal agresión antisemita, como respuesta al acto de amor que es la transmisión del conocimiento, es un factor de desestabilización psicológica decisivo: la reinstalación del horror, ya acabada la shoah. Ese fue el motivo de la emigración.

En “Los milagros no ocurren en la cola”, de Cuentos con agujeros, el recuerdo del padre de la protagonista ocupa todo el espacio narrativo; en la memoria de la hija la figura paterna retrocede incluso al tiempo en el que ella no había nacido todavía, cuando él fue un adolescente escapado de un campo de concentración, hecho que, evidentemente, repercute sobre la opción de nacer de sus posibles descendientes. La tragedia del contexto se expresa de la forma asordinada que ha desarrollado la autora, con lo cual consigue un efecto mucho más dramático que si lo hiciera con estrépito de rayos y truenos: “En mi caso, el movimiento se inició cuando Andreas Kozinski –adolescente desnutrido y herido en la frente- se escapó del campo de concentración de Treblinka en Polonia donde perecieron sus padres, tíos, hermanos y primos, mucho antes de que yo tuviese siquiera chance de decir: esta familia es mía” (p. 42).

En “Carta a Klara Ostfeld” se reitera la huida de los futuros padres, de otra manera, puesto que, a pesar de todo, se trata de un libro de literatura, estamos en el mundo de la ficción y la autora puede variar el argumento. Esta vez ellos saltan del tren que los lleva a Auschwitz y de esta manera se salvan, a la vez que se salva la posibilidad de que la narradora llegue a nacer.

Este hecho se menciona como dato testimonial: los que serán posteriormente los padres de la escritora, avisados por alguien,“Le creyeron lo increíble y saltaron del tren en marcha cuando también a los judíos del ghetto de Plonsk (una de las últimas ciudades evacuadas) les llegó el   turno de ser deportados hacia el llamado ‘campo de trabajo’ que no era otro que Auschwitz” (p. 234).

Ya en el primer cuento, tan breve, “El viaje”, del primer libro, Cuentos con agujeros, nos habíamos encontrado con un viaje triste, de separación, de pérdida de las formas de existencia del mundo humano. De pérdida del padre: “Nunca más princesita, nunca más papá; se lo llevaron rápido antes del rugir de las sirenas, rápido antes de que retumben los aviones y estallen las bombas en las calles sin luz” (p. 5).

Hay tres generaciones de niñas en este cuento de apenas dos páginas. Una genealogía, de un tiempo remoto el de la niña del tren, que es la que perdió al padre, seguramente exterminado por los nazis, la cual es la madre de la narradora personaje, la que le ha transmitido a ésta la historia, la historia familiar que la narradora conserva, como un acto en contra del olvido y a favor de la memoria, mientras contempla a su propia niña, que está mirando en la televisión una nueva guerra, la imagen de unos misiles que están cayendo sobre un país lejano. Es un verdadero tour de force contar tanto en tan breve espacio, concentrar tanto tiempo histórico en un relato con tan pocos elementos.

La obsesiva reiteración del episodio lleva a la no menos angustiante constatación de que si ese salto imposible –aunque real- no se hubiera producido, la escritora no habría nacido. El azar de nacer se reitera en diversos textos, como en “Pequeños encargos”, de Para no perder el hilo, en el que la narradora se pregunta, perpleja, si “acaso alguien se da cuenta de cuántos seres tuvieron que unirse con quien se unieron y parir a quien parieron para que yo exista” (p. 52).

El azar de nacer es una problemática central en la narrativa de Krina Ber, una temática original que retorna una y otra vez en sus obras. Se subraya en “Carta a Klara Ostfeld”, en la que la autora considera que el hecho de nacer ella en Polonia fue a raíz de una elección dejada al azar. En el cuento “Pizza y destino”, de La hora perdida, en el que es significativo en este sentido el segundo elemento del título, el azar de quién encuentra a una criatura abandonada por su madre, define la vida futura de esa niña, a quien conocemos siendo ya una joven universitaria, estudiante de medicina, hija adoptiva de un padre que la adora y a quien ella a su vez ama. El cuento, ingenioso a más no poder, consiste en que una vecina, en una cola para comprar pizzas, cuenta el episodio de cuando a ella, hace ya casi veinte años, una mujer, evidentemente una indigente, en ese mismo lugar le entregó a una criaturita para que se la cuidara un momento y luego nunca más volvió. Y cómo ella, cuando por fin salieron las pizzas que había pedido, a su vez le entregó la bebé a un hombre joven que también estaba en la cola. La muchacha, que sabe que es hija adoptiva y que fue “recibida” en la fila de la pizzería, hubiera podido completar su propia historia si no tuviera puestos, como casi siempre, unos audífonos con los que escucha música y se desconecta del mundo.

En este brillante cuento, la autora, aparte del tema del azar que define el destino, vuelve a otro tema central de su narrativa: la posibilidad de convertirse en marginal, de ser el otro. En este caso ha invertido el problema: aquí se trata de alguien que emerge de la marginalidad, siendo prácticamente una recién nacida, y el destino la lleva a pertenecer a otro mundo, no el que está en la quebrada, el de los ranchos que están debajo del puente.

La idea será retomada posteriormente en la novela Nube de polvo, en la cual se nos narra que el que será luego el padre de Vilma, la protagonista, se queda huérfano en España, al ser sus padres fusilados por el franquismo. Pero, por el valor individual, la historia es interferida, y el niño es trasladado a Venezuela:  “yo ni siquiera habría existido si la Cecilia no se lo hubiera llevado con mil precauciones a una pareja de camaradas” (p. 92).

En el cuento “Los milagros no ocurren en la cola”, que fue finalista en el III Concurso Nacional de Cuentos de SACVEN, de 2002, se produce una enloquecida confusión en la mente de la protagonista, en medio de una tranca de tráfico en la cual está detenida dentro de su automóvil y la fila no avanza. Está comenzando a llover y ella tiene la ventanilla subida. Un indigente alto y viejo se acerca, toca la ventanilla y mendiga. En cierto momento, supone que es su padre, el cual se ha extraviado hace años en una selva del Amazonas, persiguiendo a un supuesto grupo de nazis, cuyo escondite cree haber detectado. Fue un viaje sin retorno, a pesar de todas las expediciones que salieron en su busca: el que fue un prestigioso científico nunca fue hallado.

La protagonista tiene la ventanilla subida y el botón bajado. Está hablando por el teléfono móvil con su novio del momento; simultáneamente, para asombro del novio, que cree que es con él, le grita al indigente: “¡Váyase, por favor, váyase!”. Pero momentos después se da cuenta de que hay una profunda cicatriz en la frente del viejo, igual como la había en la de su padre, y que tiene las cejas igual de gruesas que él, y entonces es presa de la angustia: cree y no cree que se trata del padre. En ese instante aparece en el texto la leve vacilación tan característica en la obra de Krina Ber, entre la realidad y lo imaginario:  certeramente se caracteriza en este cuento esta situación con la frase “la cerca floja de la realidad” (p. 55), o sea, el límite, la barrera que apenas separa los dos ámbitos.

Parece un milagro. Sin embargo, ella no desea el milagro. Al menos eso cree en ese momento y deja que el hombre se pierda en medio de la gente. Pero en verdad, sí que espera el milagro, más bien luego lo quiere propiciar mágicamente. Obsesionada, vuelve al tráfico todos los días, al mismo punto y a la misma hora, anhelando volver a encontrar al indigente. Al posible padre. En cierto momento cree ver al vagabundo, pero no es él. Ese padre, Andreas Kozinski, que se escapó del campo de concentración de Treblinka, científico reconocido que, a partir de cierto momento, arrastró a su familia –la esposa y los dos hijos pequeños- en enloquecidos viajes por Argentina y Paraguay y que, finalmente, se estableció con ellos en Venezuela.

Nos enteramos de que la protagonista se llama Alma, nombre de mujer de origen latino, utilizado con cierta frecuencia en los países centroeuropeos. El padre la llamaba, jugando con los términos en español, “Alma mía”. Ella, a su vez, con frecuencia se olvida de llamarlo padre y lo hace por su nombre, Andreas, igual a como lo hará Vilma en Nube de polvo, quien llama Antonio a su padre. Así, vamos teniendo una serie: Arthur (el nombre real), Andreas, Antonio …

El milagro con el que sueña la protagonista es la reaparición del padre, del indigente. El intenso amor que ella siente por él no acepta que haya desaparecido.

A fin de cuentas, se trata de que no se ha salvado del holocausto, de la Shoah. Al igual que Paul Celan, Jean Améry y Primo Levi, sobrevivientes de los campos de concentración pero que luego, años después de estar ya en libertad, se suicidaron, podemos decir que el personaje no ha sobrevivido. Siente su impotencia ante el odio gratuito del cual fue objeto y vive con una obsesión: encontrar a unos supuestos nazis organizados que se encuentran en alguna selva amazónica o en algún otro lugar del sur de Latinoamérica. De perseguido pretende convertirse en perseguidor: su desaparición se debe a que se ha internado en esas selvas, tras los supuestos criminales. Ha perdido la razón y delira, así se lo informa a la hija el psiquiatra que lo trató, el cual agrega: “sólo perpetuaba la misma fuga” (p. 47).

La hija, la narradora, se obsesiona a su vez. Quiere ir a la selva tras los pasos de ese padre tan amado, a pesar de que ya, tiempo atrás, hubo búsquedas organizadas para encontrarlo, en la que se involucraron muchos entes públicos y privados, aunque todo fue en vano. Incluso la propia narradora, la hija, había viajado ya personalmente hasta la selva, pero solo se regresó con la incertidumbre. Para emprender esa aventura había encontrado a un hombre, dueño de una avioneta, que estuvo dispuesto a acompañarla en la aventura y ahí en la selva vivieron un intenso amor. Sin embargo, una vez de vuelta al país, la protagonista toma la decisión de separarse de él, de exigirle no volverse a ver más, por cobardía, esa misma que la llevó a rechazar la posibilidad de que el indigente hubiese sido el padre perdido, aunque luego, cuando ya no está, lo busque insistentemente, aunque jamás lo volverá a encontrar.

El hombre enamorado se va y, más adelante, se casará con otra. Cuando quiebra su promesa de silencio y la llama y la conmueve profundamente con su intensa declaración de amor, ella de nuevo toma una terrible decisión en contra del amor: sin decir palabra, cuelga el teléfono. La figura del padre extraviado ocupa todo el mundo psicológico de la hija y no hay espacio dentro de él para el amor, la protagonista no ha logrado superar el trauma y se condena a sí misma a la soledad, a esperar un milagro imposible.

 La escritura

La escritura, como temática, como proceso narrado, un poco como side line, tiene un papel muy original en algunos cuentos, en particular en “Los gatos pardos”, en el cual, dentro de la lograda presencia de la ambivalencia, de pronto no podemos discernir si el personaje masculino está describiendo a la secretaria porque la está viendo desde algún lugar oculto, o porque la está escribiendo, creándola como figura de ficción, producto de su trabajo de escritor.

En algún momento este escritor ficcionalizado irrumpe inesperadamente en el cuento y lo desestabiliza. En ese instante nos damos cuenta de que los personajes no representan a personas, sino a personajes creados por él. Dentro de lo fantástico, oscilan entre lo real y lo creado. Sin embargo, la situación es aún más compleja, cuando nos damos cuenta de que, además de él intervenir la realidad representada con su escritura, a su vez la realidad devasta a la escritura misma.

El cuento gira, con buen pulso, y explora el proceso de la escritura. Está de nuevo presente la sabiduría de Krina Ber, la cual hace corresponder erotismo y literatura. Esta última a la final trasciende brillantemente al primero: “Pero no. No va a sabotear un cuento de calidad con un final tan miserable (p. 31).

En “Liberación animal” el punto de vista narrativo pertenece a la protagonista, cuyas andanzas y su historia son contadas por una voz autorial, pero permanentemente entra otra voz también, la de la hermana de la mujer, la cual tiene un punto de vista opuesto, critica todo lo que la otra hace. Los dos textos se imbrican para contradecirse. El cuento se hace más complejo aún, cuando al final interviene el hijo de la protagonista, el cual, con ayuda de un amigo hacker entra dentro de la computadora de la madre y borra textos que, según su criterio, no son provechosos para su progenitora. De esta manera se van entretejiendo varias voces y varias perspectivas. A la final, el hijo reescribe el relato, situándose de esta manera el texto en el corazón mismo de la autorreferencialidad. En registro de humor, esta versión enloquecida acerca de lo que ya ha narrado la madre, muestra la capacidad de la autora de crear a un personaje de imaginación paranoica, el hijo.

La escritura, por otra parte, se aborda desde otro ángulo también. En el cuento “La hora perdida”, del volumen del mismo título, por el retraso de una hora para llegar a clases el primer día, en el liceo, la narradora personaje se convierte en la otra, la ausente, la extranjera. Esta condición de otredad la lleva a escribir. De esta manera concibe el personaje su ars poetica: “Los extranjeros y los raros necesitamos consuelo. Tarde por la noche abrí un cuaderno nuevo y comencé a escribir sobre eso. En polaco –mi idioma de antes-  para que nadie pudiera leerlo” (p. 11).

A manera de conclusión

En los excelentes cuentos de Krina Ber podemos encontrar el humor, el absurdo, lo fantástico, los magníficos juegos de palabras, un estilo manejado con sabiduría, una narración llevada hacia adelante con gracia, logrados diálogos, situaciones extravagantes, el horror, el terror y la tragedia. Un universo narrativo coherente que atrapa al lector, una escritura en la que se siente el placer de contar y de hacerlo con amor, entretejiendo con mano firme los diversos hilos que abundan en estos textos, mostrando las alternativas que circulan en medio de los agujeros, explorando los matices del tiempo y del espacio y, sobre todo, con una mirada muy humana sobre los distintos personajes cuyo acontecer vital transcurre en estas historias.

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