Librería Kalathos.
A Pandora la han creado los dioses, dice el epígrafe, para la ruina de los hombres, comedores de pan. Aunque las protagonistas de Héctor Torres confirman a menudo esa mala reputación causando estragos en el alma de los hombres, el título de su nuevo libro no podría ser más acertado: El regalo de Pandora es un regalo para todos sus lectores y lectoras… Distinción intencional, insisto: nada de lector@s esta vez con su insípido @ igualitario. Lectores y lectoras encontrarán en él, precisamente, el sabor de sus diferencias.
La primera vez que vi a Héctor fue en 2005, en el bautizo del concurso de los Inéditos de Monte Ávila, un gran evento que se celebraba en el Teresa Carreño, en la terraza de la aún entonces emblemática librería de esa editorial. En medio de la conmoción, se me acercó de pronto ese pavo de ojos dulces y sonrisa franca, para entrevistarme, dijo, para un portal que se llamaba Ficción Breve. Yo no conocía ese portal, en esa época yo era una extraterrestre recién caída del cielo a un mundo de libros que apenas comenzaba a poblarse de textos en español. También era una época mágica en que los nombres que firmaban esos textos adquirían de pronto rostros. Y cuando él dijo el suyo: Héctor Torres, lo reconocí de inmediato: ¡Tú eres el de los mirmidones! Para entonces ya había leído los libros del concurso de Sacven y ese cuento (que, de hecho, abre la presente colección) me llamó la atención. Se me había quedado por dentro por esa cosa tan esquiva a la hora de definirla, que podría llamarse: sinceridad. Algo que no es técnica narrativa ni apego a la realidad, ni la tan cacareada verosimilitud de personajes y lugares; no: es una sinceridad mucho más profunda, la que puede contener (y en su caso contiene, de hecho) todos esos tópicos, pero va más allá de ellos, dejando siempre al lector la porción del misterio que tiene cualquier evento simple o cotidiano cuando el escritor logra llevarlo a ese espacio límite en que la ficción y la realidad se confunden.
Así fue cómo conocí a Héctor, el creador de “los mirmidones”. Desde entonces me he leído muchas cosas suyas. Muchas y no muchas, en realidad. Digo muchas, porque incluyo sus reseñas y otros artículos en la red en las que se muestra siempre alerta, siempre pendiente del estado de nuestra literatura. He sido lectora asidua de Ficción Caracas, un blog de género muy suyo, a caballo entre la crónica urbana y la poesía. He sido seguidora de Ficción Breve cuando era un portal vigoroso, sostenido por la ambición de reunir información sobre los autores venezolanos y tenerla al día: una labor titánica que sólo un visionario medio demente podría idear y mantener al aire durante el tiempo que lo mantuvo Héctor con esa generosidad que lo caracteriza. Siempre se ha empeñado en promover, dar a conocer a otros autores, los consagrados y los incipientes, como en el caso de la Semana de la Narrativa y en la coordinación de concursos literarios en los que está trabajando ahora. Muchas veces he pensado con admiración cuánto trabajo requería esa labor, y sobre todo cuánta fe y cuánta vocación para recordar a todos los que tenemos algo que ver con nuestra literatura —lectores y escritores— que somos una comunidad. Hay palabras que lo expresan: amor, respeto, y sobre todo la que ya usé: generosidad.
Pero a petición del propio autor, no voy a hablar de él, sino de su libro.
Dije que he leído cosas de Héctor, las muchas y las no muchas, porque su obra narrativa de ficción es muy selecta. He leído su libro de cuentos El amor en tres platos y la hermosa novela de un título extraño, La huella del bisonte, que fue finalista del premio Adriano González León en 2006.
Héctor es un autor paciente que no busca publicaciones rápidas, exige mucho de sí mismo y del texto que nos ofrece al fin, después de quitarle y ponerle y revisar y pulirlo con la paciencia de un relojero y con un inmenso respeto a la palabra y, por ende, al lector. Reconozco, en la hermandad de la escritura que nos une, ese afán de perfección, esa convicción de que siempre se puede mejorar lo que se dice y lo que se calla. La reconozco también, porque la lectora que soy es exigente, no se da por satisfecha con que le cuenten una buena historia, ni siquiera con que le cuenten una buena historia bien contada. Para esa lectora, la narrativa de ficción —y eso no aplica a la crónica, biografía, reportaje ni ensayo didáctico— la narrativa de ficción existe cuando logra algo más que mostrar, dar cuenta de la realidad, denunciar o explicarla. ¿Qué más? Conmoción, identificación, asombro…
No es fácil definirlo. Tampoco es fácil lograrlo. Especialmente no lo es en el camino que ha escogido Héctor Torres con la constancia que lo caracteriza.
Porque nuestro autor no se facilita el trabajo amparado en una historia excepcional; su narrativa de ficción, con pocas excepciones, está profundamente anclada en nuestra mediocre realidad. Las calles figuran con su nombre, el paisaje urbano lo reconoce cualquiera, los personajes podrían ser tus vecinos o transeúntes de tu calle y las historias, las que comenta la gente que está justo detrás de ti en la cola de alguna taquilla o dos muchachas cuchicheando en un transporte público. Gente reconocible, gente que no son héroes ni villanos. Aun cuando llegan a situaciones extremas (fuera de algunas excepciones, debo decir), los protagonistas de Héctor no asesinan a nadie ni se suicidan, ni siquiera se mueren al final para facilitarle la vida al autor a la hora de cerrar el cuento. El suyo es otro reto. Precisamente ese de meterse con gente común en situaciones cotidianas, en la ciudad que conocemos y lograr por medio de pura narrativa el paso difícil hacia la profundidad del asombro que sólo alcanza la buena literatura.
Yo que tengo poca experiencia en la crítica literaria, sólo puedo hablar aquí como lectora. Una lectora devota y agradecida por este regalo: El regalo de Pandora.
¿Qué es lo que logra ese interés, esas ganas de seguir leyendo sin soltar el libro aunque se haya terminado un cuento y se esté por comenzar otro?
Lo que destaca de inmediato al culminar la lectura es la gran coherencia del conjunto. No pretende ser una novela fragmentaria, está compuesto por cuentos definitivamente autónomos y se siente de alguna manera que han sido escritos en distintas épocas, sin embargo, todos giran alrededor de los mismos ejes temáticos: las mujeres, los hombres y la vida. Protagonistas y antagonistas, en lucha, en equilibrio, en desencuentro y en esos raros momentos de encuentro que de pronto salpican el texto de felicidad: siempre breve, evocada desde la nostalgia.
Se puede decir que los grandes protagonistas temáticos y situacionales de la narrativa de Héctor son constantes: la mujer y la ciudad. Pero eso sólo no explica esas ganas de leer y seguir leyendo.
El primer mecanismo de atracción proviene, en mi opinión, de una profunda exploración de la tensión (la que es no solamente narrativa sino vital y tan vieja como la humanidad misma) que viene de la polarización del mundo entre lo masculino y lo femenino, de la visión del Otro, de lo que los hombres y las mujeres piensan, esperan, sueñan o sufren unos por culpa de otros. Hombres y mujeres somos iguales, al menos debemos serlo de manera legal, social, ideal: iguales, pero (todavía) no idénticos. En El regalo de Pandora la diferencia existe y genera tensión. Como lo expresa uno de los protagonistas a quien ni siquiera le gusta la chica que tiene casualmente al lado: “Y bruscamente, a pesar de verse gordita tras unos jeans holgados, todo lo que la hacía diferente de mí comenzó a gritar a través de sus texturas, sus fragancias desde el resguardado centro de su ropa íntima”. No importa qué tan viejo, obvio y conocido sea el tema, no importa el volumen de textos que se han escrito sobre él, la polarización entre lo masculino y lo femenino genera tensión y genera misterio cuando el texto está impregnado de esa maestría narrativa, de esa visión profunda y rica en matices que Héctor ya nos ha regalado en La huella del bisonte. ¿Se trata de literatura erótica? Sin duda, sí. La sutil maraña de deseo que se genera desde la polarización y la incógnita, es siempre erótica. Ni siquiera importa si la parte sexual está explícita o latente (el autor domina a perfección ambas modalidades). Incluso me aventuro a decir que el erotismo es a menudo más fuerte cuando permanece latente, y es realmente digno de subrayar que un escritor hombre lo haya comprendido tan bien. Lejos de complacerse en estereotipos de orden puramente corporal, estos relatos exploran los sutiles matices de equilibrio y dominación del erotismo auténtico.
En este punto tengo que felicitar a Héctor, como lectora y sobre todo como mujer, por la manera en que explora lo que somos y lo que sentimos las mujeres, muy poco común e incluso sorprendente en el medio de tanta literatura típicamente masculina que una lee a menudo. Tal vez afirmo eso por haber leído demasiadas veces unas escenas en las que el protagonista se topa, pongamos que en un bar, con una belleza toda muslos, caderas y pechos, complaciente y hambrienta de sexo inmediato: una suerte de sueño masculino que ojalá se haya cumplido alguna vez para esos escritores, pero con el que a nosotras, las lectoras comunes (que no experimentamos a menudo esos deseos incontenibles de chuparle el pene a un desconocido) generalmente nos cuesta un poco identificarnos.
Nada de esto ocurre en la narrativa de Héctor Torres. Su sensibilidad con el universo femenino es asombrosa (mucho se ha dicho al respecto, especialmente después de su novela, en la que se había aventurado por un terreno sicológicamente tan arriesgado como la mente de muchachas adolescentes). Lo suyo es la búsqueda de un equilibrio: otro de los mecanismos muy poderosos que mueven esos cuentos. El narrador del cuento “El alimento de los mirmidones” define de ese modo la escena previa a la seducción:
Mantuvimos una conversación extraña, entre cercana y esquiva, como si nadie quisiera mostrar de su vida nada que pudiese espantar al otro. O como si temiéramos que una imprudencia llegara en cualquier momento a romper el fino equilibrio de nuestros misterios.
El equilibrio aparece también unido al tema del trío (¿y qué mesa más estable que la de tres patas?). Por ejemplo en el relato “No le contó nada a Andrea” el trío se forma entre colegas de trabajo en una oficina casi surrealista de redacción dirigida por un jefe inculto y pichirre. Las dos muchachas viven y trabajan juntas; y, a pesar de que sólo una tiene novio, su relación se basa en unas reglas de oro inamovibles, que ningún hombre debería perturbar. La tercera pata de la mesa es ese colega de la oficina que actúa de observador, diríase imparcial, ayudado por la presencia invisible de su mujer, cuyo peso sin embargo se hace sentir. Me pregunto cómo Héctor ha logrado adentrarse y salir ileso de ese terreno tan delicado, tan complejo, como lo es una relación entre amigas que comparten su cotidianidad. Este cuento despertó en mí ecos precisos de la convivencia que tuve con dos amigas durante el principio de los estudios: el equilibrio interno de nuestro trío de muchachas, la definición de reglas de conducta frente al dulce enemigo que eran los hombres como género y algunos de ellos en particular. El equilibrio de los triángulos, explosivo, en el caso del cuento mencionado. Dos mujeres y el novio de una de ellas. Dos mujeres y un amigo común.
También en el cuento “Marlenys nunca se sueña en Caracas” aparece otro trío de equilibrio explosivo: dos lesbianas adolescentes secretamente atraídas por el mismo hombre.
En la literatura de Héctor Torres hay una gran atención a lo femenino pero las mujeres de sus relatos son en primer lugar seres humanos, presentadas con todas sus sutilezas y con todo su misterio. Las hay tímidas y atrevidas, hay niñas que sueñan con ser devoradas por un tigre y muchachas de una pragmática dulzura, hay una enviada de Satán y hasta la verdaderamente diabólica cuaima del último relato que logra llevar a un hombre a cometer un crimen. Hay asombro. Hay tributo y homenaje. En la guerra de dominación, en la materia de equilibrio, la mayoría de las veces, el hombre está en desventaja, vencido de antemano: me refiero a ese hombre-narrador, el que observa, admira y desea. Infelizmente no son así los arrogantes y herméticos personajes con los que sueñan las narradoras mujeres. Dice una de ellas: “No sé por qué, pero ese estilo sobrado, arrogante, me vuelve loca. Me parece viril”.
“¿Ya he hablado acerca de la felicidad y los autobuses?”, se pregunta uno de los protagonistas. “¿Afirmé que siempre me dejan?”.
Porque el tercer mecanismo que crea tensión narrativa es el del desencuentro, permanente o inevitable, el que acentúa precisamente lo excepcional que es el estado de felicidad cuando se asoma, inestable y frágil, casi siempre desde la nostalgia. La felicidad más perfecta la logra —fugazmente— el narrador del cuento “Las miles de gotas que salen de una regadera”, un fracasado convencido, que ni siquiera se da cuenta de que su amada es una “loquita” inestable. En lo demás el desencuentro reina. El recurso narrativo que emplea Héctor para transmitirlo es muy eficaz: en una alternancia de voces entre hombres y mujeres, las mismas situaciones se ven enfocadas desde la conciencia de diferentes protagonistas. Quién no quisiera introducirse en la mente de esa hermosa muchacha en ropas menores que te sonríe en la puerta del ascensor, en “¿De verdad quieres que te diga?”, o de esas dos amigas que comparten un universo cerrado, con reglas propias, en “No le contó nada a Andrea”. Ese concierto de voces que se elevan desde el valle de la incomprensión mutual llega a niveles inusitados en el cuento “Dioses de breve estancia” (otro finalista del concurso de Sacven), en el que el narrador se encarga de interpretarlas a todas, expresando con una singular tristeza la insatisfacción general de la gente con el sexo, la enorme brecha que existe entre la mediocridad del placer de los actos sexuales reales y la leyenda social que nos venden los medios, la publicidad y los fabricantes de productos de belleza.
¿He mencionado que la mayoría de las narraciones se hacen desde una carencia?
Carencia de amor, de afecto, de comprensión, de familia, de palabras, al fin, que ni siquiera se conocen… Marlenys, la que nunca se sueña en Caracas, “se defraudó al saber que su papá carecía de algo que se llamaba temple. Y aunque ella no conocía esa palabra, sí padecía su sonora ausencia”.
Mi experiencia personal fue muy fuerte con ese último cuento. La primera impresión de un cierto desagrado o rechazo de otra historia de delincuentes juveniles que no pude reprimir al principio. No hay nada en este cuento que no conozcamos de memoria, que no hayamos leído muchas veces o visto en la televisión; y tanta información anónima endurece el corazón. Sin embargo, esa narrativa me hizo llorar cuando llegué al final, y todavía se me atraviesa una pelota en la garganta con la imagen de esa niña, al fin, pobre niña mal disfrazada de muchacho con su gorrita y franela ancha, porque el asco infinito de un constante abuso infantil y las voces de otras mujeres la han hecho pareja de otra muchachita, una lesbianita falsa o verdadera, embelesada sin embargo con el único personaje masculino que parecía brindarle cariño, respeto, comprensión… Tan sólo parecía.
No hay muchos milagros en este libro. Pero tampoco es otro cuento sobre lo mismo. Léanlo y verán.
Aquí el sexo ya no es sutil ni es un juego. Es un instrumento de tortura o de sobrevivencia.
Ese cuento y “Melodía desencadenada” están escritos en una nota que parece diferente de los demás. Contienen más violencia y desespero y un dolor sin remedio ni escape posible. Creo que son los más recientes en el conjunto. En el último, tenemos a otro protagonista fracasado: un famoso beisbolista degradado a vigilante nocturno de una gasolinera. Su mujer, la tal Maribel, ni siquiera aparece en el relato: sólo el recuerdo de su lengua de víbora, de sus insultos y recriminaciones, logra empujarlo al crimen.
He dicho que es un conjunto muy bien cohesionado alrededor de unos ejes temáticos claros. Pero no es un conjunto estático. Dentro de esa constancia hay una gran variedad entre los cuentos, entre los y las protagonistas, entre las voces narrativas y la manera en que intervienen en cada relato. También hay una progresión en la intensidad trágica. Una escalada desde los desencantos y decepciones amorosas de los primeros —esos conflictos sutiles, que sólo el ojo de un observador atento detectaría en la maraña del acontecer cotidiano— hasta la explosión de la violencia que literalmente descoloca al lector en los últimos de la serie. La tensión entre los sexos nunca es inocente. Conlleva toda la gama de las formas en que la vida nos destruye y nos destruimos los unos a los otros: pérdida, carencia, tristeza, desencanto, lucidez de la soledad, asco, dolor, abuso y crimen.
Pero:
¿Ya he dicho que en los cuentos de Héctor, así como en su novela, la tristeza y el desencanto están siempre matizados con una tenue capa de humor? ¿He dicho que ese humor no es ironía, que no crea distancia ni nos aleja de sus personajes? Más bien al revés: brota de una singular ternura, con una comprensión de esos seres, y de la compasión humana que se teje en torno a ellos.
¿Ya he hablado de la manera en que el espacio (mayormente el de la ciudad de Caracas) impregna el ambiente? No, no les he hablado de esto, no me basta el tiempo. Confío en que ustedes conocen la maestría de Héctor en ese campo desde La huella del bisonte y no los defraudará en El regalo de Pandora.
¿He mencionado que la narrativa es muy buena, mezclando sabiamente la oralidad del habla directo con la poesía de las descripciones, manejando con sutileza el dúo de voces del narrador y cualquiera de sus personajes de modo que ambas se funden sin que nos demos cuenta de ello?
¿Ya les he hablado del misterio que existe en cada uno de esos relatos? El misterio en los ojos velados del barman Cornelius en esa variación libre sobre el tema de “El alma” de Julio Garmendia que es “Ese que llaman Cervantes”. El misterio de leer el mapa de la vida de una muchacha en la quemadura de su empeine. El misterio de bajarse del transporte público en una parada desconocida o de recibir la dirección de una mujer mal garabateada en un papelito, comprensible a medias, como un mensaje en una botella.
Tantas cosas podría decir,…pero ya he hablado demasiado. Sólo me queda agradecer a Héctor por el privilegio de presentar El regalo de Pandora y a ustedes por su paciencia, y reiterar que recomiendo plenamente la lectura de este hermoso libro que enriquece nuestro patrimonio nacional de cuentos.
Krina Ber.