In Cuentos

A fuerza de pulmón, Krina Ber.
Del libro Para no perder el hilo (Krina Ber, Mondadori, 2009).

 

Aquel verano de 1972 estábamos vagando por el sur de Inglaterra. Viajábamos alternando autobuses y auto-stop, como lo hacían entonces todos los estudiantes, “limpios” y ávidos de vacaciones. Pernoctábamos en las pequeñas posadas caseras que siempre se consiguen en esos pueblitos, disfrutando cada mañana  un copioso desayuno británico que bastaba para llenarnos los estómagos hasta el día siguiente.

            Hablo de mí, porque Mauro de todas formas ya estaba acostumbrado a vivir prácticamente sin comer. Se exilió en Londres a mitad de junio, cuando rompimos, y durante las ocho semanas de furiosa correspondencia que precedieron a mi arrepentimiento y visita, había adelgazado casi diez kilos. La tan espectacular pérdida de peso se debe imputar tanto al despecho como, indirectamente, a los cigarrillos. Mauro era un fumador empedernido, aficionado especialmente a esos asquerosos cigarrillos franceses de tabaco negro y sin filtro (Gauloises o, mejor, los de doble grueso: Celtiques) que solía consumir en el continente a razón de dos a tres paquetes diarios. En pocas semanas descubrió que conseguir trabajo en Londres era una misión imposible y le tomó apenas un par de días averiguar que la cantidad de libras esterlinas que valía la matrícula en la AA School  no le permitiría seguir los estudios, pero la desagradable sorpresa del precio de los cigarrillos le golpeó no bien desembarcó del ferry y se acercó al primer quiosco. Descontando el costo del más mísero alojamiento que se podía conseguir en Bromley South, la pensión que le enviaban con gran sacrificio sus padres apenas le alcanzaba para una comida diaria o para un mísero paquete de cigarrillos ingleses, finos, rubios y afligidos de una larga boquilla de filtro: tremenda calamidad para un verdadero fumador. Era eso o aquello, así de simple.

            Suerte tuvo Mauro que la viuda Slutzki —la gorda de gran corazón que le alquilaba el cuarto  — le brindara cada día una botella de leche y una ración de cereales en un gesto de pura bondad que sin duda le salvó la vida, pues mi novio había elegido fumar en vez de alimentarse. Bueno, ni tan pura, su corazón de madre acariciaba ciertas esperanzas de empatar a ese muchacho extranjero con su hija, igualita de gorda. Pero a los dos meses de ese régimen llegué yo, y conmigo doce cartuchos de Celtiques… Una maleta llena de Celtiques que milagrosamente no me abrieron en la aduana. Era la fiesta, la felicidad completa. Mauro ni se fijó en que la botella de leche no había vuelto a aparecer detrás de la puerta. Cuando viajamos al sur de Inglaterra estaba radiante pero tan flaco que se le caían hasta los lentes. Y fumaba como un condenado, por supuesto. Yo le reprochaba a veces su desmesura, sin mucha convicción: a esa edad nadie creía en serio que nuestros organismos fueran destructibles. Pero nunca me hubiese imaginado (digan lo que digan los detractores del humo) que ese deplorable hábito iba a ser nuestro auxilio en una situación de verdadero peligro.

            Nos encontrábamos aquel día tomando el líquido blancuzco que allí se denomina coffee with milk, únicos clientes en un pequeño expendio de sándwiches y licores en medio de la nada a unos veinte kilómetros de Salsburry, cuando un bramido de motores irrumpió en la apacible tarde campestre y el estacionamiento enfrente del local se llenó de pronto de motorizados que azotaban entonces aquellos parajes. Por primera vez vi con mis propios ojos a los afamados Black Angels —la faceta oscura del movimiento hippie— violentos y peligrosos, nada más lejos de make love not war. Llegaron en manada sobre flamantes motocicletas, todos vestidos de negro, con cascos negros y chaquetas de cuero adornadas con calaveras. Las únicas tres muchachas lucían el mismo atuendo agresivo, minifaldas de cuero y botas altas hasta los muslos. No se veían precisamente amistosos. Cuando entraron, la actitud aterrada y servil del dependiente nos hizo comprender que ese local era territorio reservado y que por el simple hecho de estar sentados allí habíamos infringido alguna ley desconocida. Sin querer, ni comprender por qué, éramos invasores.

            —Compórtate como si no existieran— musitó Mauro en mi oído. Me apliqué en masticar el sándwich como si no existieran, pero mis mandíbulas estaban petrificadas de espanto. Sinceramente, pocas veces en mi vida había tenido tanto miedo.

            No fue infundado: esos grupos eran conocidos. De hecho se comportaban perfectamente a la altura de su mala fama. Deliberaron algo entre sí dirigiéndonos miradas claramente hostiles, luego se sentaron todos. Era fácil identificar al líder, fornido vikingo, cuyo largo cabello rubio formaba una melena leonina con la barba y el bigote. Él y sus dos caporales, tras haber dejado a a sus mujeres en la mesa adyacente, se sentaron prácticamente encima de nosotros. Pidieron cerveza y, sin consumir más nada, se balanceaban en sus sillas hacia adelante y atrás  mirándonos con toda la provocación del mundo mientras tintineaban sus cadenas y espuelas. Las pocas palabras que intercambiaban entre sí en el dialecto local nos eran incomprensibles cual gruñidos amenazadores.

            —¿Qué vamos a hacer? –—susurré  angustiada.

            —Sólo actúa de forma natural…Tranquila, ¿sí? Trata de no sentirte aludida.

            Era difícil no sentirme aludida bajo la mirada porcina del jefe que se posaba sobre mí con una lúbrica insistencia. Estaba aterrada. Ese lugar era totalmente solitario: apenas ellos y nosotros dos (el dependiente obviamente no contaba). El vikingote acercó más la silla, de modo que al balancearse hacia adelante su rodilla rozaba la mía, y comenzó a mirar a Mauro de manera directa y francamente insolente. ¿Buscaba algo como una pelea entre machos? Mi novio —en aquel momento más flaco, más desesperadamente intelectual y cuatro ojos que nunca— no podía seguir ignorando la provocación; tenía que hacer algo, tenía que contestar de alguna manera. Él, vencedor de tantas esgrimas verbales, se hallaba en una situación imposible de controlar. No podía mostrar que estaba muerto de miedo y echó mano del único recurso disponible: sacó del bolsillo la cajita de “Celtiques”  y en un gesto internacionalmente amistoso tendió el paquete al jefe. Éste aceptó con una mirada de divertido desdén de quien se ve obsequiado con algo que de todos modos ya le pertenece. Dominando como podía el temblor de las manos, Mauro produjo su encendedor a gas y le ofreció fuego, luego prendió su propio cigarrillo e inhaló profundamente, tratando de relajarse, diciéndose que tal vez el efecto de la pipa de la paz podría funcionar también en Inglaterra.  El líder inhaló también.

            Y allí se produjo un desenlace totalmente inesperado. Los pulmones del temible vikingo que conocían apenas algo de hachís y los muy ligeros cigarrillos ingleses con filtro, reaccionaron muy mal al desacostumbrado golpe de nicotina del grueso tabaco negro: el hombre casi se ahoga. Se dobló en dos, rugió cual león herido, y presa de un incontenible ataque de tos terminó por atragantarse. Mauro, aterrado por lo que había hecho se tragó una triple porción de humo que le salía en dos columnas por la nariz, y sólo mucho más tarde caí en cuenta de que su mirada en blanco, inmovilizada por el puro pavor detrás de los cristales de sus lentes, bien podía leerse inflexible en su fijeza.

            El resultado fue asombroso. Apenas recuperó el aliento, el líder de los Black Angels se levantó de la  silla y, tosiendo aún, hizo una muda reverencia  hacia mi novio expresando claramente que en ese particular enfrentamiento su código de honor le obligaba a reconocerse vencido; luego, con otro gesto brusco y explícito, ordenó a su pandilla la retirada. No podía creer mis propios ojos cuando todos esos seres de pesadilla se levantaron obedientes y en un traqueteo de botas y espuelas abandonaron el sitio a la zaga de su líder, llevándose sus chaquetas de cuero, sus cascos y sus tres mujeres.  Afuera rugieron las motos. Luego, mientras la distancia amortiguaba sus ecos, el local quedó de nuevo inofensivo y desierto en el silencio de mesas desordenadas, vacías latas de cerveza en el piso y una que otra silla volteada.

            Me dejé caer llorando en los brazos de Mauro quien llamó al dependiente para que nos calentara el café, please. Y lentamente, meticulosamente, le echó el humo a la cara.

Recent Posts

Dejar un comentario

Start typing and press Enter to search