Extracto de EL DESENGAÑO DE LA MODERNIDAD: Cultura y literatura venezolana en los albores del siglo XXI. (Caracas, ABediciones, 2017)
MIGUEL GOMES
Krina Ber es una de las autoras más singulares que ha surgido en Venezuela en la época que estudiamos. Su perfil biográfico es sin duda excepcional, y en él se entremezclan su Polonia natal, Israel, Suiza, Portugal y Venezuela, así como seis lenguas. Más allá de los avatares de la mundialización que como individuo parece encarnar, su originalidad como escritora radica en aportaciones concretas a la tradición nacional en la que ha decidido insertarse. Cuentos con agujeros (2004), en efecto, ya había llamado la atención por la intensidad de su elocución y la sutil representación de las estructuras afectivas de sus personajes, que tanto los acercaba a las carencias inmediatas de los lectores venezolanos, para nada indiferentes a una existencia que mostraba sus resquicios o grietas. Nube de polvo (2015), su primera novela, fabula retrospectivamente el origen de las ruinas con los que muchos asocian la “República Bolivariana”: los escombros de la trama son, a la vez, literales y metafóricos; si bien las acciones centrales de la anécdota ocurren mucho antes, las páginas finales con bastante claridad arraigan la enunciación en los avatares políticos del siglo XXI, con menciones explícitas al chavismo (328) y a la sarcástica comprobación de que “somos un fenómeno internacionalidad: el país que construye ruinas” (416-417).
Aquí prefiero concentrarme, con todo, en su segundo volumen de relatos, Para no perder el hilo (2009), que también reprocesa el radical desmedro imperante en el imaginario literario nacional, aunque lo hace agregando un contradiscurso no menos urgente, incluso esperanzador.
El agobio de una realidad que se desmorona o arroja su miseria insultante sobre nuestra sensibilidad se manifiesta desde el primer cuento, “Los inmigrantes”, donde un contraste entre el pasado sofisticado, con historias pasionales en una Europa de jet set, y un presente patético, coronado por techos de cinc que se recalientan bajo la inclemencia del trópico mientras sus habitantes consumen arepas de las que no chorrea sino mayonesa, nos coloca en un espacio fantasmal en el cual se borran tiempos e identidades y los personajes “pierden el hilo” de sus pensamientos o sienten el acoso de un sol que todo lo “fragmenta”(13). En otras ocasiones, la visión temible de la descomposición se instala en paisajes a cuya fuerza poco podría añadirse:
“Camino por la avenida Casanova sorteando baches […]. Entre cubos de basura y bolsas negras medio abiertas duermen en pleno día tres vagabundos exponiendo al sol sus pies y sus caras de hollín[…]. El sol resplandece en el charco negro de la cuneta y se estanca en el fango resbaloso de los desperdicios”. (79)
Para completar el desagrado visceral y la náusea, en otras historias la ciudad adquiere rasgos antropomórficos que invierten la deshumanización de quienes la pueblan: Caracas se vuelve “profunda de azul oscuro justo cuando la boca del Metro vomita una nueva manada de pasajeros que se desparraman por la acera” (90). La locura es el estado final de los seres que deambulan por el opresivo laberinto de lo cotidiano, y ello se evidencia, y ello se evidencia en un relato cargado como pocos de pathos, Ëxperta en extravíos”, donde enajenación, crimen y condición de víctima se confunden.
Sin embargo, como bien lo sugiere el título, Para no perder el hilo hace más que reiterar la imagen de la desorientación. Sin renegar de la necesaria cuota de instinto trágico que ha de tener una escritora realista en ciertas circunstancias, Ber no excluye de su cosmovisión el aliento renovado. Sospecho que nada mejor captura ese oculto núcleo de su poética que los oxímoros de algunas páginas donde se revela con onirismo el lado luminoso de las tinieblas venezolanas.
“Debería estar contenta, tengo-todos-mis-dientes-en-boca, tengo un perro y las damas que florecen en mi balcón y las calles del fango soleado con sus baches y milagros y colchones y la ronca melodía del flautista en el círculo de gatos que todo lo une en el sublime pegoste que llamamos vida y llamamos ciudad y llamamos hoy”. (80)
El “fango” no está reñido con el “milagro”; tampoco el “pegoste” de lo real —remisión al “magma”— se niega al tipo de transformación casi alquímica que hace de él una materia preciosa. La literatura, el arte, parecen decirnos algunas voces de este libro, tienen el poder de insuflar lo divino en lo que, por igual, admite la vileza o el asco. En ese orden de ideas hay una estimulante tendencia religiosa en la prosa de B: no se olvide que la etimología de religio, según Lactancio, insinúa el deseo de ‘re-ligar’, de vincular los fragmentos en que la vida meramente física acaba convirtiéndonos (Schott 105). Creación llena de alma que se enfrenta a la destrucción: “Luego pasó todo, y pasaron los años[…]. Perdí la cuenta, cuántos, perdí el hilo que los ligaba en un conjunto significante. A veces, el hilo reaparece donde menos lo esperamos. Es un misterio” (Ber, Para no perder el hilo 71).
Lo disperso se cohesiona para sacarnos del laberinto: el hilo de Ariadna de Ber evoca una pasión constructiva. La peculiar estructura de esta colección lo certifica, concertando con textos genéricamente disímiles una sintaxis armoniosa. “Los dibujos de Lisboa” es, por su paciente y minuciosa penetración en la psique de la narradora y en la de quienes comparten su pequeño mundo, una noveleta, y, entre esta y los cuentos propiamente dichos, hallaremos secciones de un diario ficticio —a veces tentado por el poema en prosa— que establece un marco unitario y, con él, un sujeto básico del que emergen las piezas independientes. Incorporados cuentos, novela breve, meditaciones líricas en un relato mayor, de “mirada consistente” como apunta Carlos Pacheco (Persistencia 48); consustanciados con la “vida” que se rearma entre los escombros de sentido que cada narración autónoma supone, Para no perder el hilo diseña un viaje de búsqueda de la totalidad a la larga propicio a iniciaciones como la que Robi, en “El quiosco de Nilda”, sueña: un descenso en las entrañas de una Caracas espantosa que, no obstante, promete curar nuestra adolescencia, el sufrimiento al que el destino parece habernos condenado. Esa catábasis precede a desplazamientos contrarios, tal como la disgregación decadente prepara el tejido, las ricas tramas con que Krina Ber hilvana sus fábulas. La de algún modo ataráxica heroína de “Pequeños encargos” resume el proyecto, deseosa de crear en medio de la escoria informe de su ciudad:
“Buscar, siempre buscar[…]. Ahora mismo debería estar haciendo otras cosas, terminar algún texto de los muchos que se me escapan y giran en el vacío chocando contra las realidades inasibles, porque al final, señores, las únicas asibles son una miseria, pura miseria de fragmentos”. (57)
El personaje que nos habla persigue, de ferretería en ferretería, un tornillo mientras intenta no “descascararse” por el “roce con el gentío” (52). Con tales herramientas sobrevive el oficio del escritor, cuya misión es preservar la fé en sí mismo y en quienes lo rodean con modalidades, así sean de discretas, de comunión.