Krina Ber: La función de la literatura es trasladar la realidad a un mundo verbal
Entrevista en El Diario 27/5/2021
Foto: Alan Da Costa Gomes
Krina Ber (1948) tuvo desde pequeña la pulsión de la escritura. Transformaba las curiosidades de la infancia —en el corazón del régimen estalistista de la posguerra en Polonia— en versos poéticos. No reconoció en su niñez la rudeza del entorno y las calamidades que se amparaban en la gran cortina roja.
La escritura se perdió, como un pedazo de madera en medio del mar, con el transitar de Krina Ber por distintas culturas y lenguajes. Su familia emigró a Israel cuando ella tenía 9 años y detuvo, por las necesidades de reconocimiento y adaptación, la búsqueda escritural en la lengua polaca. No tiene referencias familiares, más allá de sus padres, quienes fueron los únicos familiares sobrevivientes del holocausto.
Por qué emigramos? Porque fue la primera vez que abrieron la frontera y permitieron a los ciudadanos de origen judío salir de Polonia. Pero sin pasaporte. Fue mucho más tarde que yo me enteré de los horrores del régimen en el que vivíamos, comenta en exclusiva para El Diario.
Estudió Arquitectura en Lausane, Suiza. En esos momentos, la literatura era apenas un paraje lejano que, paradójicamente, se sostenía en la esencia humana de Krina Ber y su historia. En 1975 decide, junto a su esposo Fernando Costa Gomes, emigrar a Venezuela. Otro idioma, otra cultura y otro obstáculo para su retorno a la escritura.
Sin embargo, aunque le costó muchos años reconocer las variabilidades del español, fue en este idioma, de ambigüedades y caminos abiertos, donde descubrió una segunda lengua materna. Comenzó a escribir en 2001, a los 53 años de edad, con las enseñanzas de literatura recogidas en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) y en los talleres de Eduardo Liendo y Oscar Marcano.
En el primer año de su obra narrativa en el español logró una mención especial en el Concurso de Cuentos de El Nacional con su relato Benjamín y la caminadora. En 2005 publicó su primer libro titulado Cuentos con agujeros, en Monte Ávila Editores. Y en 2009 publicó su segundo libro de cuentos titulado Para no perder el hilo.
La obra de Krina Ber es un reconocimiento perdurable de la ficcionalidad intrínseca de la realidad. Sus relatos poseen un equilibrio entre lo existente y reconocible a través del acontecimiento y aquello, a veces olvidado entre las cortinas de la mimesis de un camino jamás transitado. Es, como ella dice, el encuentro de una calle que existe y otra que no.
Su primera novela fue Nube de polvo en 2015 por Equinoccio Editorial, ganadora en 2016 del Premio a la Crítica. Sobre esta novela el ensayista venezolano Carlos Sandoval escribió: “(Es) una rotunda imagen del fracaso y, paradójicamente, del triunfo de la vida”. Luego, en 2020 fue ganadora del XIX Concurso Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana por su novela Ficciones asesinas.
Cada una de las palabras encontradas por Krina Ber en su caminata por la segunda lengua materna lleva consigo una parte de su historia. La memoria del pasado y la espontaneidad del presente se mezclan, a su vez, con las infinitas posibilidades de un mundo sostenible solamente en la verbalidad. No existe realidad, para Krina, sin las molduras de la literatura.
— Hace poco estaba leyendo un escritor que comentaba que en la niñez la percepción a nivel literario es mucho más imaginativa y metafórica. ¿En qué momento nace la pulsión de escritura para usted y en qué momento la reconoce?
—En dos palabras: eso nació conmigo cuando yo era muy chiquita, pero nació junto con el idioma polaco. Cuando llegamos a Israel era otra cultura, otra escritura, otro alfabeto y yo me adapté muy bien. También tuve una adolescencia muy feliz, pero nunca aprendí a escribir en otro idioma que no fuese polaco. Yo seguía manteniendo la escritura de un diario y algunos poemas. Cuando me casé y era universitaria eso, poco a poco, se me olvidó, tanto el polaco como la escritura y hasta la lectura.
— La adolescencia en Israel fue un encuentro con una cultura, lengua y sociedad diferente. ¿Cómo fue su primer contacto con este nuevo contexto hasta su ida a Suiza para estudiar arquitectura?
— Había en Israel una política de inmigración que hacía que la gente, digamos, se sintiera presionada para adaptarse lo más rápido posible. Era otro idioma, otra cultura.
Mucho más adelante supe que era un trauma, que de hecho gente de mi generación, mis amigos en Israel ahorita lo reconocen, pero en aquella época era muy malo reconocerlo. Si yo no me adaptaba bien, si no me gustaban los chistes de los compañeros, si mi acento era polaco era una desventaja social. La popularidad es lo único que importa a la edad de la adolescencia. Eso no ha cambiado mucho, solo han cambiado los medios. Fue un trauma muy fuerte, pero no lo sentí hasta muchos años después.
— ¿Cuál fue la razón para llegar a Venezuela a los 26 años de edad? Sobre todo, después de haber tenido una infancia marcada por la migración.
— Yo me casé en Suiza con Fernando Da Costa Gomes, que era fugitivo del régimen fascista de Portugal en la época de Caetano y no tenía papeles nacionales. Era todo muy complicado y con un toque de aventura. Venimos de dos países y culturas diferentes y preferimos el “territorio neutro”. En ese momento, un amigo venezolano nos dijo: “Vengan conmigo. Mi papá les puede arreglar el problema con los pasaportes en el Ministerio y les mandan un papelito”. Viviendo en Suiza, no nos imaginábamos un país donde todo se podía “arreglar” fuera de la ley. No conocíamos esa realidad. Y entonces ocurrió la revolución en Portugal. Primero, Fernando trató de volver a su país pero después de un año decidimos irnos a Venezuela.
— ¿Cómo fue su primer encuentro con la cultura y el ecosistema social de Venezuela?
— Yo estaba acostumbrada, como ves, a cambiar de cultura y vivir como extranjera. Hemos conocido aquí los grupos de portugueses, los grupos de israelís, de judíos, de polacos, de suizos, de lo que sea, y todos se aferraban a su propia identidad pero nosotros nos mantuvimos viviendo lo que yo llamo en un cuento: “el anonimato feliz de los nuevos inmigrantes”.
Sin embargo, el español como idioma no me interesaba. No ayudaba a mis hijos en la escuela y ellos se las arreglaban solos. Entre mi marido y yo hablábamos francés y nunca pensé que iba a escribir en español. Tampoco leía. La vida adulta no favorece eso. Hay mucho trabajo.
— Eso me hizo recordar una frase del poeta chileno Vicente Huidobro en el prefacio de su poemario Altazor que dice: “Se debe escribir en una lengua que no sea materna”. Durante mucho tiempo el español no fue un lenguaje importante, pero, posteriormente, ¿qué la llevó a reconocerse literariamente en el español?
— No conocía esa cita y es muy curiosa para mí porque siempre he pensado lo contrario. Para mí, hablar muchos idiomas no es bueno si uno quiere escribir, al contrario, hay que conocer a fondo muy bien uno. Así como yo conocía al polaco desde que nací y nunca tuve que preguntarme cuál era el sinónimo correcto de las palabras. Lo tenía en la sangre, eso lo recuerdo, pero eso no me ocurrió ni con el hebreo, ni con el francés, ni tampoco, por muchos años, con el español. A los 50 años comencé a leer en español y asistí como oyente a la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) que conocí cuando lleve a mi hijo menor a inscribirse. Descubrí que es un idioma absolutamente hermoso.
Para mí, uno no escribe para contar historias, no se llega muy lejos con eso. Uno escribe porque se enamora del idioma. Normalmente es el tuyo, el que tienes; es lo deseado y lo bueno. Pero en mi caso se tardó toda la vida. Comencé muy tarde y por eso no tengo pretensiones de llegar muy lejos. Ahora considero español como mi idioma materno. Ya no podría escribir en polaco.
— Usted es hablante de varios idiomas como el polaco, el hebreo, el francés, el inglés, el portugués y el español. Martin Heiddeger explicó que “el lenguaje es la casa del ser”, pero, hace poco, conversaba con una persona políglota que comentaba, a partir de la cita, que cada lengua es una casa distinta para habitar. ¿Para usted cómo se caracteriza la habitabilidad de un lenguaje?
— Es absolutamente cierto. Cada lengua es un hogar y, de hecho, todo el tiempo tropiezo en palabras que conozco muy bien su significado, por ejemplo, en francés, pero no logro encontrar la misma palabra en español y viceversa. Los idiomas son entes vivos.
Cuando tuve ese golpe de interés por el español deje de leer en cualquier otro idioma, para no perderlo, porque lo mejoré a fuerza: leyendo, anotando palabras y expresiones. Todavía escribo con diccionario y compruebo el significado de las palabras.
— ¿Cuáles son sus autores referenciales?
— Son muchos, pero podemos comenzar por Borges, Cortázar, Antonio Muñoz Molina, Javier Marías o Rosa Montero; gente más cercana como Eduardo Liendo, Oscar Marcano, Silda Cordoliani, Juan Carlos Méndez Guédez, Federico Vegas, Antonieta Madrid y muchos más. Leí también traducciones, muchísimas. No recuerdo ahora nombres, pero desde ese momento, simplemente leo y leo. No tengo dioses, no tengo referencias, pero tengo autores predilectos. Por ejemplo, Antonio Muñoz Molina escribe fabuloso.
— Sus inicios en la escritura fueron desde el formato del cuento hasta su primera publicación novelística en 2015 con Nube de Polvo. ¿Cómo caracteriza el cuento y, luego, el paso a la novela? Son dos géneros reconocibles y semejantes en muchas cosas, pero disímiles y autónomos en otras.
— En mi caso fue un paso natural. Yo escribía cuentos y los cuentos comenzaron a alargarse. En mi segundo libro, que se llama Para no perder el hilo el último cuento que se llama Los dibujos de Lisboa es, prácticamente, una novela corta. Pero nunca pensé que podría despegarme y que tendría que decir algo más que lo que cabe en las 10, 20, o max 50 páginas. Después uno de los cuentos, en ese caso, Nube de polvo, (yo no sabía que se iba a llamar así ni que sería una novela) creció y tuve que darle otra forma.
De hecho, no planifico ni sé planificar. Tristemente, yo, que toda mi vida he trabajado con fechas, con planos, perspectivas y fechas, cuando escribo, soy absolutamente incapaz de saber a dónde me lleva una historia. Pero cuando me lleva a algún lado, sale bien.
— Ahora, la lectura de Ficciones Asesinas remite a una ambivalencia entre aspectos autobiográficos y ficcionales y establece un equilibrio entre ambos estados de la narración. ¿Cómo se plantea ese encuentro entre lo real y lo ficcional en su obra?
Admiro a esos escritores cuyas obras están salpicadas de referencias reales, pero en mi caso no ocurre así. Puede ser también por mi síndrome de extranjera, ¿verdad? No me siento con el derecho de meterme, a ese nivel, en este contexto y cultura.
Nube de polvo se sitúa en un lugar inventado pero que se reconoce como cualquier pueblito de la costa venezolana. Es un ejemplo de ese “cruce entre algo real y algo ficcional”. La novela termina en el restaurante Altamar, en Caracas, que sí es una referencia reconocible.
No soy la única. Hay muchísimos escritores que hacen eso. Es una forma de conseguir cierta libertad que, para mí, la crónica no te permite.
Ficciones asesinas es diferente porque es una distopía completa. Eso ocurre en una especie de universo paralelo que no es el nuestro, pero es tan o más opresivo que este. Yo creo que no habrá lector en Venezuela que no reconozca el espacio de la novela porque las experiencias de la gente son las mismas. La idea de usar la ficción en ese caso parte de mi diario personal, cuyos fragmentos atribuí a mí protagonista, que es una escritora jubilada. Imaginé que esos fragmentos no eran míos, que tampoco era mi diario y así partió la historia. Partió sola.
Para mí la ficción tiene una fuerza particular. No puede ser negada ni desmentida, ni aniquilada con otra verdad “mejor” o “más verdadera”, como ocurre en este momento, en el cual estamos saturados de literatura no ficcional, de testimonio y crónica. No he visto una que no este inmediatamente desmentida de una u otra manera.
Sobre todo en nuestra época, que es la locura total, la época paranoica. Cuando uno escribe una novela, la primera crítica que suele escuchar es: eso no es verdad, no existe tal lugar, eso ocurrió en otro año. Entonces, yo prefiero no enfrentarme a eso.
En Ficciones asesinas el hecho de la ficción destaca algo que nos sobrepasa: vivimos una vida cotidiana absurda. Pero nadie se fija en eso. El tema de lo absurdo es muy importante en la novela, porque los personajes tampoco se fijan en que su vida es absurda, pero los lectores sí.
— Su comentario me hizo recordar algunas clases que establecían a toda palabra escrita, en sí misma, como ficción. La escritura al representar la escogencia de un hecho particular de la realidad está marcada por la ficcionalización y es, quizás, uno de los problemas de la literatura de no-ficción tan recurrente en los últimos años.
— Sí, desde luego. Fíjate que cualquier película que gana un Oscar tiene que afirmar que está “basada en hechos reales” en los primeros créditos. Es como necesario que todo lo que escriba un escritor pueda ser contrastado con hechos reales. Y, sin embargo, cada palabra que escribimos es ficción. De hecho, a mi personaje de escritora en Ficciones asesinas le reprochan porque no inventa un mundo ficcional “ verdadero”, como Tolkien, y deje de deformar “éste”. Para mí la ficción es la deformación de nuestra realidad para verla mejor.
— Me comenta que la novela de Ficciones asesinas, aunque es un relato de ficción, es reconocible para todos los venezolanos y la vivencia del absurdo cotidiano. En ese caso, me gustaría preguntarle: ¿Cómo ha visto la modificación del país en las últimas décadas? Desde aquel país de oportunidades hasta este, quizá, abarrotado de absurdos.
— Lo miro con tristeza y, sobre todo, con asombro. Aquí ha pasado una destrucción única en la historia. No hubo una guerra y, a veces, camino por Chacaíto y algunas avenidas me traen recuerdos de mi infancia en Polonia en la posguerra. No existe ninguna institución en pie. Es algo incomprensible. Muchas personas están tratando de analizar este fenómeno, pero, probablemente, las razones se sabrán mucho tiempo después.
Así comienza un cuento de Kundera: “Vivimos el presente con los ojos vendados”. Esa es una gran verdad. No sabemos qué está ocurriendo en este momento. El presente no sabemos cómo es, solo lo conoceremos cuando sea analizado después, desde la distancia.
— La función de la literatura es una reflexión ambigua. Sin embargo, al reconocer la realidad como parte indiscutible de la ficción, sobre todo en su obra, me gustaría preguntarle: ¿cuál es la función de la literatura para usted?
A escala colectiva la función de la literatura es enorme: somos civilización por la existencia misma de la literatura. Estoy leyendo un libro sobre este tema: El infinito en un junco, de Irene Vallejo. Es hermoso porque habla de la historia de los libros desde las épocas que nos parecen primitivas. Mi contribución es muy modesta. Para mí la función de la literatura no es dar respuesta ni definir caminos, sino transponer la realidad, o alguna porción de la materia real, en un mundo verbal. Es una función, básicamente, estética. El lenguaje es estético, sobre todo la escritura. Cuando escribo siento una especie de magia porque estoy creando algo a partir de otra cosa; algo que no sabía que existía hasta verbalizarlo.