In Nube de polvo, Reseñas

19 de noviembre de 2016

Palabras de aceptación del Premio de la Crítica 2015

Krina Ber

Esa frase, que ya sostuvo como un refrán uno de mis relatos, la decía mi padre cuando me enseñaba bajo microscopio cómo se formaban los microorganismos, como se unían en grupos, se defendían y crecían. Toda forma de vida es una resistencia al caos.  Tales eventos como este. Cada esfuerzo de promoción cultural, cada feria, cada concurso literario que une a quienes escribimos aquí y afuera, cada libro publicado en el país que tenemos hoy, hacen parte de esa resistencia. Este premio no es solamente para una novela: también realza la labor de la gente terca y maravillosa que sigue empeñada en editar libros y trabajar para que todo eso sea posible. Va mi enorme agradecimiento a Ficción Breve, promotora y organizadora del premio, a Lennis Rojas en persona, a la Fundación para la Cultura Urbana y Librería Noctua que lo patrocinaron y a los investigadores que aceptaron ser jurados, labor que (lo sé por experiencia) exige mucho tiempo y dedicación para analizar las obras hasta poder tomar y argumentar decisiones: tarea nada fácil como lo comprueban cada año las listas de libros participantes y los nombres de los finalistas. Y no puedo dejar de agradecer, en primer lugar, a Editorial Equinoccio que ha luchado tres años contra la falta de recursos para poder sacar un nuevo lote de libros, entre ellos Nube de polvo, en una edición mejorada e impecable. Esos gestos, hoy en día, en nuestro país, representan una forma de vida: una resistencia al caos.

Me siento incrédula y honrada de formar parte de los escritores  cuyas obras enaltecen este premio. Cuando supe que mi novela había llegado a finalista junto con las de Miguel Gomes y Alberto Barrera Tyszka  —tan distintas las tres— ya sentí la felicidad de un claro respaldo, ese golpecito en la espalda, ese sigue así, Krina, hay valor en lo que estás haciendo. Especialmente necesario, porque Nube de polvo es mi primera novela, hasta ahora única, y porque me sentía tan insegura que casi me disculpaba al regalarla o dedicarla a alguien.

Es una novela modesta, historia privada de personajes inventados: en realidad allí no ocurre gran cosa y ciertamente ninguna de las que se espera en una novela venezolana (casi nada de política, solo asesinan a un perro, la droga se reduce a unos pases y el sexo a un par de polvos), no tiene el apoyo de la fórmula infalible “basada en hechos reales”; no “atrapa” al lector desde la primera frase y no refleja directamente el drama de la situación del país, ya que los eventos, contados por la protagonista en 2007, ocurren veinte años antes.

No es lo que uno espera leer hoy. Muchos “no” como para justificar mi inseguridad.

Pero más que nada me preocupaba no ser capaz de contestar la simple pregunta: ¿de qué trata tu novela? Pregunta más que legítima que debería poder contestarse en una o dos oraciones… Y, pues: no. No pude, y todavía (qué pena) no puedo contestarla sin comenzar a contar la historia.

¿Es un testimonio de crecimiento, un buildingsroman? ¿El tema principal es el complejo de Electra o la fugacidad de un amor adolescente? ¿La pérdida de una casa? ¿El carácter incierto de la realidad? ¿Es el conflicto con los poderosos de turno, o el frágil límite entre el chanchullo y el crimen? Todos esos y otros temas están allí, pero ninguno predomina como para decir que de eso trata la novela. Ahora me digo que no es un defecto, que no hay que pedirle a las novelas lo que no le pedimos a la vida.

Poco a poco comencé a recibir opiniones de lectores, unas escépticas, otras entusiasmadas. Una amiga dijo que se ponía interesante a partir de la página 100; Cesia Hirshboim se fijó en el experimento poético con el lenguaje cotidiano, Jason Maldonado dijo que se leía “como un thriller”.  Más adelante recibí un gran apoyo de la aguda lectora que es Judit Gerendas. Pero el primero que analizó el libro fue Miguel Gomes quien se entusiasmó sin reservas con su estructura, niveles narrativos y el tratamiento de la memoria; me habló también de “lo que esa casa demolida puede despertar en el inconsciente de un lector venezolano que vivió el país de los 80 y sabe lo que pasó después”. Y yo, que escribí esa historia movida por un vago llamado de los paisajes de la costa venezolana y por mi asombro con los mega-conjuntos turísticos de la época —a veces abandonados a medio construir— entendí que las metáforas profundas siempre se cuelan en la narrativa, aunque sea de pura ficción.

La escribí sin ánimo de documentar la realidad ni tampoco de metaforizarla. La escribí, de hecho, sin ninguna razón en especial. Solo porque la escritura es también una poderosa resistencia al caos. Una forma de vida, según mi padre.

También ese tema está en la novela. Ahí está, en las tres semanas durante las cuales mis protagonistas resistían el asedio de la compañía constructora “en una casa ahogada en el polvo, sacudida por el traqueteo de las excavadoras, con el sofocante calor del verano y ni un ventilador que funcionara”. Cito: “Vilma creadora de rutinas. Vilma contra el caos. Ya no se pregunta qué hacen allí, solo quiere seguir haciéndolo, el mayor tiempo posible. Ya no le importa por qué. Vivir era hacer las cosas, una tras otra, y hacer las cosas creaba su propio sentido”.

Y a eso, creo, se resume todo.

Muchas gracias,

Krina Ber

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