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27 Octubre 2013. Blog: Ficción Breve. Carlos Sandoval.

  1. Comienzo con un lugar común: entre las variadas formas de conocer el estado de una situación particular de la literatura, las antologías resultan las más polémicas. Su marcado subjetivismo, se dice, las hace volubles a ¿legítimos? reclamos. De nada vale que el compilador indique cuáles son las balizas que intentan revelar los valores que, como hipótesis de lectura, percibe en las piezas de un momento que considera importante o de un trayecto histórico del género objeto de la selección. Quizá algunos piensen que el interés de juntar los textos escogidos es parte de una trama que busca galvanizar nombres y composiciones o que la tarea brinda la posibilidad de emprender una operación de higiene contra alguien o algo no incluido (un movimiento, una peña, un autor).

En este extraño modo de comprender el trabajo antológico, saturado, cómo no, de la misma subjetividad que cuestiona, la estética deviene política de complacencia o punitiva, según quien opine, en tanto el libro no tendrá otro destino que una entrada en el archivo bibliográfico correspondiente a la espera del futuro documentalista que le haga méritos o que termine de rematarlo para el olvido.

Por fortuna, la sensatez es la primera regla que orienta el espíritu de confección antológica: este tipo de volúmenes ayuda a percibir de manera rápida el comportamiento artístico del género sometido a escrutinio y al mismo tiempo resulta útil para medir la temperatura de la crítica porque, pese a que no lo sepa o no quiera admitirlo, el antólogo se desdobla en crítico literario al postular como tentativa sistemática el conjunto que ha creado.1 De allí que no debe juzgarse la figuración del material poético o narrativo no al ciudadano que lo firma en una muestra preparada por otro, sino a aquel que los incluyó en ella. Aunque evidente, es bueno recordar el hecho, pues lo que suele ocurrir cuando aparece una antología es escuchar todo tipo de valoraciones sobre los textos y muy pocas veces sobre los parámetros que la materializan. Claro que también es natural hacer comentarios respecto de los poemas o cuentos, pero sólo a condición de que antes se haya entendido el criterio selectivo, sea éste pertinente o no para el lector.

Lo que hace sólida a una antología, entonces, es la claridad con la cual se exponen y llevan a término las directrices que se han tomado como base para reunir el grupo ofrecido; una práctica que reduce al mínimo la carga subjetiva y que incrementa los potenciales servicios del tomo. Ese es el rol que, para el conocimiento de la historia de nuestra literatura en el siglo XX, han venido cumpliendo las antologías elaboradas por Julián Padrón y Arturo Uslar Pietri (1940), Guillermo Meneses (1955), Luis Barrera Linares (1994) y Julio Miranda (1998),  respectivamente, cuatro modelos de sistematicidad en el examen del relato venezolano en lapsos específicos. No quiere decir que otras compilaciones no hayan contribuido con la difusión de materiales narrativos breves en el país, como las preparadas por José Balza (1985)2 o por Gabriel Jiménez Emán (1989), para citar dos notorios ejemplos; lo que señalo es que el cuidadoso planeamiento de las intenciones críticas y divulgativas siempre garantiza la recepción –polémica, mansa o tumultuaria– de la labor antológica.

Así, la colección que reúno se adscribe, para decirlo de una vez, al diseño taxativo de aquellos compendios que buscan fijar algunas marcas sobre las realizaciones del cuento en Venezuela en un período determinado, puntualmente el que corresponde a los primeros doce años del siglo XXI.

  1. Sería hacia el 2005 cuando comenzó a hablarse, en medios públicos y académicos, de unboomnarrativo venezolano, el cual habría comenzado, grosso modo, dos años antes. Sea o no cierto (aún se espera un estudio sobre el asunto), el hecho es que con el cambio de siglo surgieron nuevos nombres en el panorama de la novela y el cuento del país, al tiempo que la obra de narradores reconocidos en la década anterior, pero un tanto descuidados por la crítica (Miguel Gomes, Rubi Guerra), volvió a ser considerada interesante, en una suerte de efervescencia editorial que produjo el efecto de una aparente situación de bonanza literaria.3 De ese modo, nuestro modesto medio cultural (muy adormecido al cierre de los noventa) se vio de pronto saturado por títulos novedosos o reeditados y por una pujante dinámica de  presentaciones, foros, congresos, entrevistas (audiovisuales o en prensa), recensiones y concursos, muchos concursos para talentos jóvenes o, descontando la edad, todavía desconocidos.4

Todas estas actividades daban cuenta de un indudable cambio en la manera como se venía relacionando el lector local con la prosa de sus creadores más cercanos. Tal vez en la materia narrativa podrían atajarse ciertas huellas pulsionales que ayudarían a comprender, según la tesitura del mundo fictivo representado, las pasiones ideológicas desatadas en el país desde 1998, como había ocurrido antes con Gallegos, Meneses o González León. Esto explicaría el impacto social de dos o tres títulos novelísticos y, para el caso del cuento, la trascendencia meteórica de varios de los autores aquí incluidos.

Si la narrativa hacía ostensible el universo simbólico del ser nacional, se entiende así, entonces, la constante realización de eventos en donde se discuten o promocionan el relato y la novela: los dos Encuentros Internacionales de Narradores (2007 y 2012), auspiciados por Monte Ávila Editores, el Celarg y la Casa Nacional de Las Letras; los Congresos Críticos de Narrativa Venezolana (2009 y 2012), organizados por la Universidad Central de Venezuela; las I Jornadas Internacionales de Literatura Venezolana Contemporánea “Litera Escena 2011”, celebradas en la Universidad Simón Bolívar; entre otros. Y sin duda, el ciclo Semana de la Narrativa Urbana (2006-2010), apoyado por el Pen Club Venezuela y la Fundación Cultural Chacao, lecturas públicas que ya han generado tres muestras de textos.

Ahora bien, no solo factores contextuales justifican la numerosa producción de cuentos en el lapso al cual se circunscribe esta antología. El volumen recoge variadas manifestaciones del género de resultas de un tenaz compromiso artístico asumido por quienes cifran su destino en la escritura estética, consecuencia, a su vez, de un reconocimiento individual y comunitario sobre las profundas resonancias humanas de la creación literaria. Quiero decir: gracias al dominio técnico y cognoscitivo de las herramientas expresivas del relato y de las propiedades ficcionales del lenguaje, es como si ha sido posible que cuarenta narradores puedan servirnos para postular las líneas caracterizadoras, digamos, del cuento venezolano de inicios del tercer milenio. Más aún: en el seno de nuestra literatura se ha venido operando un cambio de actitud generalizada respecto de la forma como se enfrenta el trabajo: ahora los escritores son más profesionales o al menos emprenden la faena con mayor responsabilidad.5 Esto significa que superamos la estrechez romántica de creer que un narrador no debe instruirse en los hornos de la cocina teórica o de la crítica so pretexto de perder el sabor espontáneo, puro, de su innata culinaria. Por el contrario, casi todos los cuentistas que he escogido han sido participantes o coordinadores de talleres literarios y poseen, además, formación de tercer nivel, cosa que evidencia, siquiera como testimonio de facto, el respeto que sienten por el orden en lo que concierne al sistema de transmisión del conocimiento, y la literatura, se sabe, es una peculiar actividad cognoscente.6 Así pues, en el período que cubre la antología coinciden aspectos sociales y literarios determinantes para el dispendio de nuevos autores y títulos; dos componentes que se fusionan, diluyen o rechazan en los cuentos.

  1. No es esta la primera ocasión en que se intenta evaluar, sobre la base de un compendio antológico, el estado del relato venezolano a partir del año 2000. Antonio López Ortega, en 2006, y Rubi Guerra, en 2007, hicieron lo propio enLas voces secretas. El nuevo cuento venezolano, y en 21 del XXI. Antología del cuento venezolano del siglo XXI, respectivamente. López Ortega, tomando como criterio el año de nacimiento de los autores a partir de 1960, compila veinte cuentos; entretanto, Guerra opta por un límite más flexible: agrupa veintiún textos extraídos de libros publicados entre 2000 y 2006 sin importar la fecha natal de los narradores. Dada la casi simultaneidad de ambos centones, es lógico que algunos nombres se repitan.7

No obstante la pertinencia de uno y otro volumen, éstos quedan expurgados y luego  subsumidos en la perspectiva que trazo, pues el alcance del tomo que presento rebasa una década de ejercicio cuentístico. Mi enfoque tiene como arranque cronológico el año 1994, época cuando Federico Vegas publica su primer libro de relatos (El borrador), y se cierra en 2012, con el título príncipe de Jesús Ernesto Parra (Piernas de tenista rusa). Sin embargo, apenas dar un vistazo al índice el lector se percatará de que si bien la pieza de Vegas abre el conjunto, la de Parra no lo concluye. Esto porque el criterio atiende a un  específico condicionante bibliográfico: la primera publicación de un cuento del autor seleccionado en una muestra, en una antología o, es obvio, su salida del anonimato con un libro individual.8

En beneficio del método detallo mis coordenadas:

  1. En 1996 Julio Miranda cierra su excelente antologíaEl gesto de narrar(1998), en la que establece un nítido panorama del relato venezolano hasta mediados de los noventa. Pese a la fecha indicada como término de la pesquisa que condujo a su selección, el crítico no incluyó autores que habiendo publicado al menos un tomo de cuentos en el arco temporal por él contemplado, cristalizarían sus poéticas (aunque esto no podía saberlo) en la primera década del siglo XXI. Son los casos de Mariano Nava Contreras (primer libro de relatos: 1995), Héctor Torres (1996) y el ya mencionado Federico Vegas (1994); al incorporarlos pretendo seguir la línea imaginaria delineada en El gesto…, cerrar el segundo milenio y mirar qué pasa en los inicios del tercero. Para hacerlo debo cubrir los años 1997-2000, lo cual explica la inclusión de Sonia Chocrón, Roberto Echeto, Judit Gerendas, Luis Laya y Omar Mesones, cuyos volúmenes iniciales se editaron a fines del siglo XX. Por ello, 1994 es el punto de partida de mi recorrido de autores, todos los cuales alcanzan representatividad (estética y social) entre 2000 y 2012.
  2. He seleccionado textos de muestras, antologías o libros autónomos. En algunas oportunidades incorporo composiciones inéditas, pero esto no significa que el autor no haya sido previamente editado en cualquiera de las modalidades señaladas, en cumplimiento con lo que más arriba llamoespecífico condicionante bibliográfico.
  3. Incluyo autores con libros publicados antes de 1994 en otras áreas de la literatura o en alguna lejana disciplina, como Judit Gerendas, Gisela Kozak Rovero y Federico Vegas, por cuanto su debut como cuentistas se verifica en el período que compendio.
  4. Fundo la selección estética de las piezas sobre los siguientes valores: manejo preciso del lenguaje adaptado a la historia; exacta construcción de atmósfera y personajes; resonancia en la captación de efectos no verbales, sensaciones y, si cabe, de arquetipos que nos identifican no sólo como parte de un conglomerado humano vernáculo, sino, por encima de todo, universal.
  5. El índice por nombres y, por tanto, el orden de lectura, sigue una secuencia cronológica; es decir, según el año en que cada uno se dio a conocer como narrador de textos breves. Cuando dos o más escritores coincidían en su primera salida pública, hice valer el año de nacimiento como rasgo de preeminencia. En las escasas ocasiones en que, además, resultaban iguales los años de publicación y de nacimiento, opté por el impacto que la obra general de los mismos tiene en el contexto de nuestra narrativa más reciente como parámetro decisorio.
  6. No tomé en cuenta las revistas en físico o electrónicas, los blogs y las páginas webs como posibles repertorios narrativos.
  7. Excluí autores que comenzaron a publicar desde 1994, pero considerados como parte de la narrativa del noventa (Jesús Puerta, Ariel Segal, entre otros).
  1. ¿Cómo son los cuentos venezolanos en los primeros doce años del siglo XXI? ¿Qué narran? ¿En cuáles expresiones del medio se apoyan? Con base en los cuarenta relatos antologizados observo, como es rutina en todo ambiente cultural –tanto más en los últimos tres lustros del nuestro–, similitudes y tonos, diferencias y contrariedades. No me interesa ahondar en las causas ni en las proyecciones de esas cuatro decenas de hechos narrativos; por ahora basta con tejer los posibles vínculos entre ellos –los cuentos– con el fin de ofrecer un estado de la cuestión.

Expongo mis notas en tres apartados que podrían servircomo insumos para un mapa futuro de la prosa del lapso.

Redes temáticas

La historia resulta siempre el elemento más visible cuando nos enfrentamos por primera vez a un relato. De allí que sea el aspecto del cual todo lector suele acordarse a la hora de inquirírsele sobre una obra. Sin embargo, la historia del cuento no se corresponde, por fuerza, con el tema representado en el texto. Más todavía, en un solo ejemplar es común que se presenten varios temas. Así, la variedad temática de la antología comprende anécdotas (historias) que enmascaran sentidos diluidos, pongamos por caso, como meras aventuras o pasajes de la vida cotidiana (Salvador Fleján, Mariano Nava Contreras), pero que en realidad apuntan hacia fibras profundas de nuestra idiosincrasia.

De manera pues que, en la selección hay historias que plantean distintos temas, como los de las pulsiones sexuales o sobre el descubrimiento de la sexualidad (Leo Felipe Campos, Eduardo

Cobos, Enza García Arreaza, Ana García Julio, Carolina Lozada, Omar Mesones, Fedosy Santaella, Leopoldo Tablante, Federico Vegas, Carlos Villarino); y cercana a éstos, la temática de los desengaños amorosos trabajados por Eduardo Febres, Gisela Kozak Rovero, Liliana Lara, Roberto Martínez Bachrich, Mario Morenza, Jesús Nieves Montero, María Ángeles Octavio, Jesús Ernesto Parra, Héctor Torres y Keila Vall De la Ville.

La violencia en cualquiera de sus manifestaciones, pero principalmente social, se materializa en los relatos de Rodrigo Blanco Calderón, Campos, David Colina Gómez, Sonia Chocrón (ambientado en Estados Unidos), Roberto Echeto, Febres, Salvador Fleján, Lucas García París, Lara (en un contexto extranjero), Lozada, Mesones, Morenza (también fuera del país), Octavio, Parra, Torres y Villarino; en tanto que la política cobra relevancia en Blanco Calderón, Héctor Concari (con énfasis en el Uruguay), Febres, Lara (no nacional), Lozada; y en menor grado en Chocrón, García Arreaza, Kozak Rovero y Martínez Bachrich.

Para no abrumar al lector, hago una rápida serie con otros temas hallados: tráfico de armas o drogas (Echeto, Fleján, García París, Mesones); fracaso y/o soledad (Chocrón, Echeto, Dayana

Fraile, García Arreaza, Lara, Gabriel Payares, Santaella, Jesús Miguel Soto); conflictos familiares (Miguel Hidalgo Prince, Tablante); exilio voluntario (Blanco Calderón, Lara, Soto —en este último, el tópico se escora hacia el desarraigo interior); manipulaciones del poder (Lozada, Nieves Montero); corrupción (Blanco Calderón, Fleján, Lozada); deporte (Hidalgo Prince, Torres); introspección (Chocrón, Judit Gerendas, Nieves Montero, Octavio, Torres).

En uno de los cuentos el tema exclusivo lo constituye la literatura (Gerendas), su función y el proceso de hacerla; en otros tres, cierta religiosidad mágica ocupa gran parte del imaginario de los personajes (García Arreaza, Luis Laya, Sol Linares). En seis relatos una especie de desasimiento, un dejarse vivir por las circunstancias, pero sin ningún tipo de nihilismo, desencadena las acciones (Carlos Ávila, Lara, Parra, Hensli Rahn, Vall De La Ville, Ricardo

Waale); mientras que en cuatro trabajos la ascensión a un sólido nivel de la conciencia se logra gracias a experiencias trascendentales (José Tomás Angola Heredia, Krina Ber, Concari, Fraile).

Redes estructurales

Llamo de este modo a las estrategias, técnicas y artificios instrumentados por los narradores para cristalizar su objetivo: contar historias. Establecer el inventario revelará la conciencia del oficio y, sobre todo, el dominio del arte del relato conseguido por el grupo. Aun cuando podría resultar una herramienta peligrosa en un formato breve como el cuento, el uso del tono ensayístico sostiene buena parte de las anécdotas —justificándolas— en las composiciones de Angola Heredia, Colina Gómez (quien lo trenza en un diálogo), Gerendas y Nava Contreras.

Desde la perspectiva gráfica, tres autores gustan utilizar  notas a pie de página (Angola Heredia, Santaella, Torres) como añadidura o contrapunto de las historias. Otros dividen sus textos en escenas (Angola Heredia, Ávila, Blanco Calderón, Cobos, Colina Gómez, Concari, Febres, García Arreaza, García Julio, Hidalgo Prince, Lara, Mesones, Morenza, Nieves Montero, Rahn, Santaella, Tablante, Torres, Payares, Vegas) como recurso de tensión.

En el campo de los enseres arquitectónicos, digamos, sobresalen los montajes parecidos a los seriales de televisión estadounidenses (Echeto, Fleján, Morenza) o al cómic (García París); las imitaciones de formas prefijadas: cuaderno de apuntes, correo electrónico, carta (Gerendas, Lara); crónica (Santaella); informe (Morenza). Hay, asimismo, manejo de historias dentro de historias (Ber, Cobos, Concari, Lara); de historias referidas por otros que atraviesan al protagonista y, en su transcurso, éste las refiere (Fraile); monólogos (Ávila, Cobos) y de pequeños bildungsromans, si se me permite el salto genológico (Angola Heredia, Campos, Concari, García Julio, Vegas). También, mezcla de puntos de vista (Cobos, Lara, Morenza, Octavio); juegos de meta-ficción (Ber, Gerendas, un poco en Fleján) y la estructura del viaje como búsqueda de algo o de la nada (Lara, Laya, Rahn). En relación con las subcategorías del género, se constata el empleo de dispositivos del relato negro o del policial (Echeto, Fleján, Morenza, Octavio) e, igualmente, del cuento fantástico (Colina Gómez, Echeto, Octavio).

Por último, y respecto de las estrategias discursivas, la parodia, el absurdo, la ironía o la sátira integran, de manera indistinta, las materializaciones de Blanco Calderón, Colina Gómez, Echeto, Morenza, Parra y Soto; en tanto el humor adereza las páginas de Ávila, Cobos,

Colina Gómez, Concari, Echeto, Fleján, Fraile, García Julio, Lozada, Martínez Bachrich, Nava Contreras, Santaella y Tablante.

Anclajes referenciales

Finalizo con un balance sobre el equipaje de bienes simbólicos que contienen los cuentos de la antología. En doce de ellos es notable la necesidad de representar actividades y guiños ideológicos de la clase media venezolana (Ber, Blanco Calderón, Campos, Chocrón, Fleján, García Julio, García París, Octavio, Tablante, Vegas, Villarino, Waale), acaso como un intento de sobrevivencia ante el moroso desmantelamiento social al que se ha visto sometida en estos años, pero sin duda como crítica feroz a sus frívolas actitudes. En contraparte, nueve relatos dibujan, a veces con marcado expresionismo (Mesones, Torres), algunos de los asideros espirituales y los sueños de las clases económicas menos solventes (Fraile, García Arreaza, Hidalgo Prince, Lara, Laya, Linares, Nava Contreras).

De manera global, abundan las referencias musicales. Trátese de interpretaciones académicas o populares, en varios cuentos la historia gira en torno de los versos de una melodía –como ocurre en el texto de Chocrón y en el de Laya (donde el protagonista es un cantante de joropo tuyero)– o de extrañas ligaduras sonoras, como sucede en Blanco Calderón, Nava Contreras, Soto y Torres. En otros casos, el arte musical sirve de cortina o fondo para las acciones (Ávila, Cobos, Fraile, García Julio, García París, Hidalgo Prince, Lara, Martínez Bachrich, Mesones, Octavio, Parra, Santaella).

Junto con la música aparecen otras marcas recurrentes de la cultura pop: superhéroes de dibujos animados y de series, cantantes, actores cinematográficos, magos. Es común toparse con  muchas historias cuyo soporte argumental es una película o una evocación televisiva. Con los debidos matices, los relatos de Ber, Concari, Echeto, Fleján, Fraile, Hidalgo Prince, Morenza, Santaella y Tablante se hallan amueblados por abstracciones de ese estilo. (En el texto de Kozak hay un leve cuestionamiento al fenómeno).

No obstante el auge de utensilios pop trufados en las piezas del conjunto, la llamada cultura institucionalizada tiñe de sabiduría unas cuantas anécdotas, tanto que el relato de Cobos ha sido construido como una interpretación llana y quizá sórdida de un conocimiento erudito. Las referencias a obras pictóricas, literarias, filosóficas, operísticas, históricas y de la denominada música clásica son frecuentes en Ávila, Cobos, Febres, Fleján, Fraile, García Arreaza, García Julio, Gerendas, Kozak, Martínez Bachrich, Nava Contreras, Santaella, Soto, Tablante, Villarino y, con opulencia, en Waale.

El escenario más representado es Caracas: Angola Heredia (quien escribe casi una poética), Ávila, Blanco Calderón, Cobos, Febres, Fraile, García Julio, García París, Hidalgo Prince,

Kozak, Lozada, Martínez Bachrich, Mesones, Soto, Tablante, Torres y Vegas. Una mínima parte de las historias de Concari, Fleján, Lara y Vall De la Ville se desarrolla en la capital. Rahn apenas la menciona.

Por su parte, los territorios escogidos por Campos, Fleján, García Arreaza, Laya, Linares, Nava Contreras, Parra y Rahn para darles vida a sus personajes corresponden a la provincia venezolana. Alguna parte de la historia contada por Ber, buena parte de la Concari y, sin duda, las de Chocrón, Echeto, Lara, Morenza, Payares, Vall De la Ville y Waale ocurren fuera del país. (En Hidalgo Prince y Lozada hay mínimos paseos por el extranjero).

No sé en qué sitio padecen los sujetos de Colina Gómez (¿Los Andes?) ni los de Nieves Montero, Octavio y Villarino (¿en Caracas?). Por el contrario, Gerendas deja claro que su protagonista escribe en un aeropuerto.

Concluyo con una curiosidad: en las representaciones de Ávila, Blanco Calderón, Cobos, Febres, García París, Martínez Bachrich y Tablante las drogas han sido despojadas de todo estigma moral, cumplen, si se quiere, una función recreativa.

  1. Toda antología es un albur, una expectante propuesta que busca iluminar zonas oscuras o resaltar aún más las conocidas. A fin de cuentas lo que se espera, sin embargo, es que el lector disfrute, que dejé el tomo pero no el recuerdo de ciertos pasajes que le activaron la memoria de algo: un color, un gesto extraviado en el tiempo y que por magia de la narrativa vivió de nuevo en él como antes.

Tengo la corazonada crítica de que si los autores aquí compilados insisten (no veo porqué desfallecerían, sobre todo cuando algunos ya gozan de un bien ganado prestigio), sus nombres harán parte de la historia de nuestro cuento en el siglo XXI. No obstante, si me falla el cálculo, al menos tendré la satisfacción de haberme equivocado con la fe de quien cree en el arte de cuarenta narradores venezolanos.

  1. No puedo cerrar esta hoja de ruta sin agradecer a mis cómplices, de ayer y de hoy, en  Alfaguara: Mariana Marczuk, Luis Barrera Linares, Daniel Centeno, Adriana Romero, Adriana Rodríguez, Raquel Santaella, Elizabeth Pimentel, Gabriela Valdivieso, Elvia Silvera, Félix Rodríguez, Wilmer May, José Gregorio Graterol, Vladimir Vásquez; pero sobre todo a Edyuli Barrios y a José Manuel Rodríguez por rescatar esta idea original de la gran Lourdes Morales Balza.

Last but not least, a mi esposa Rebeca Pellico Tusell a quien debo no sólo el título del volumen, sino la alegría de levantarme cada mañana con ganas de seguir respirando.

Notas:

1 Lo señalo porque muchos narradores o simples diletantes venidos de otras áreas componen antologías en la creencia de que hacen una loable tarea socioliteraria, cultural, sin percatarse de la tremenda responsabilidad que implica proponer textos como modelos del género. Se trata de una operación valorativa –crítica– que requiere estudio y sistema. No quiero decir que el antólogo debe titularse académicamente, pero sí que, como demostró en varias ocasiones Julio Miranda, es imperativo asumir la tarea con verdadero rigor metodológico.

 2 Hasta ahora, la antología de Balza suma cuatro ediciones: 1985, 1990, 1996 y una sin fecha posterior a la tercera. La edición de 1990 repite la de 1985 y agrega, además, tres nuevos autores. La editada en 1996 es una ampliación de la de 1990, pues incorpora otros cinco narradores. La cuarta edición sin fecha, publicada con base en la de 1996, elimina, por el contrario, diecinueve textos. Por su parte, en la antología de Jiménez Emán se incluyen nombres poco reconocidos en la tradición del cuento en Venezuela. Cierto: este antólogo deja claro que su lectura del género es “aluvional”.

3 Antes que boom estético, lo que hubo fue un abultamiento de la oferta en el mercado del libro como resultado de circunstancias políticas relacionadas con la asunción al poder de Hugo Chávez y su autodenominada “revolución bolivariana”. Este no es el espacio para analizar el fenómeno, pero es obvio que a partir de 1999 el país entró en una espiral de cambios que modificaron la percepción del venezolano respecto de su sistema político y de vida social. Esto hizo que la Editorial Random House Mondadori abriera en Caracas, por ejemplo, una línea de su colección Debate para publicar ensayos exclusivos sobre las maneras como Chávez conduce el Estado (línea que de inmediato ampliaría su espectro temático). Me parece que esta estrategia hizo a otros editores privados (nacionales o extranjeros) apostar, desde el punto de vista crematístico, por la edición de obras narrativas de autores venezolanos, convencidos acaso de que la ola de interés pública por saber lo que socialmente nos pasa beneficiaría también la creación literaria en prosa. En respuesta, el Gobierno instrumentó una campaña de impresión y bombardeo masivo de títulos liderado por su editorial insignia: El perro y la rana. Así nació el llamado boom. Por supuesto, reconozco la presencia de factores de carácter artísticos involucrados en la cuestión, los cuales deben tomarse en cuenta en un potencial estudio sobre el caso.

4 Entre estos debe destacarse el Concurso para la selección de Obras de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores Latinoamericana, el Concurso Nacional de Cuentos SACVEN, el Premio de Cuento de la Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores y el Premio Nacional Universitario de Literatura de la Universidad Simón Bolívar. Salvo el de Monte Ávila, creado en 1999, estos certámenes, que han reconocido el trabajo de un número importante de los cuentistas recogidos en esta antología, se instituyeron en la primera década del siglo XXI.

5 Escribí “actitud generalizada”, con lo cual reconozco que sobran ejemplos anteriores de autores que se tomaron (o toman) la escritura de manera profesional.

6 Sólo dos de los autores seleccionados no tienen título universitario (aunque uno de ellos se halla en vías de alcanzarlo); diecisiete son licenciados en letras, dos en castellano y literatura y nueve en comunicación social. Completan la nómina tres arquitectos, un diseñador gráfico, un administrador, un licenciado en filosofía, un doble titulado (en filosofía y psicología), un historiador, un abogado y un antropólogo. Apunt el dato porque me parece que aquí hay un elemento que merecería atención: ¿tal vez una propiedad relacionada con el profesionalismo?

7 Las voces secretas contiene relatos de Alberto Barrera Tyszka, Milagros Socorro, Armando Coll, Karl Krispin, Fátima Celis, Sonia Chocrón, Luis Felipe Castillo, María Celina Núñez, Miguel Gomes, Carlos Sandoval, Norberto José Olivar, María Ángeles Octavio, Luis Laya, Salvador Fleján, Juan Carlos Méndez Guédez, Juan Carlos Chirinos, Héctor Torres, Slavko Zupcic, Armando Luigi Castañeda y Roberto Echeto. 21 del XXI incorpora páginas de Eloi Yagüe, Israel Centeno, Juan Carlos Méndez Guédez, Elisa Lerner, Humberto Mata, Ricardo Azuaje, Nuni Sarmiento, Juan Carlos Chirinos, Mariano Nava, Nancy Noguera, Sonia Chocrón, José Balza, Krina Ber, Miguel Gomes, Roberto Echeto, Gisela Kozak Rovero, Eduardo Cobos, Luis Alberto Aristimuño, Rodrigo Blanco Calderón, Antonio López Ortega y Fedosy Santaella.

8 Una muestra no es más que una simple reunión de composiciones de varios autores sin mayor escrúpulo selectivo. En el lapso se han editado algunas: las del Concurso Nacional de Cuentos de Sacven, las de la Semana de la Narrativa Urbana, las del Premio de Cuento de la Policlínica Metropolitana. Se me dirá que estos colectivos son resultado de una previa evaluación de los trabajos por parte de expertos, quienes justamente seleccionan las piezas. De acuerdo; con todo, el lector acucioso convendrá conmigo en que se trata de una lábil, por repentista, agrupación. No niego, sin embargo, su valor de muestrario para conocer un momento particular del género.

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