16 de noviembre de 2017
Adriana Rodríguez
Leamos cuentos y crónicas latinoamericanos
Conocer a Krina Ber es lo más cercano a conocer a un artista famoso que, hasta ahora, he experimentado; no porque ella tenga actitudes de diva o sea inaccesible como suelen serlo los artistas de la música o el cine, sino por esa emoción indescriptible que comenzó cuando supe que estaba cerca, hasta el momento, casi increíble, en que le di la mano y le confesé mi admiración…
Sucedió en una de las primeras reuniones del grupo “Visión” (un grupo de lectura realmente maravilloso) a las que asistí, por supuesto junto a mi esposo. Fuimos gracias a la gentil invitación de una amiga, porque además la reunión tendría como tema dos libros del queridísimo Eduardo Liendo, y me llevé la sorpresa de mi vida cuando, en el momento de las preguntas y comentarios, pide la palabra una mujer de acento diferente y la llaman “Krina”. Ella habló y, mientras, yo sólo pensaba: “¡Krina Ber está sentada detrás de mí!”. Incluso, recuerdo que envié un mensaje de texto a un amigo, quien en algún momento me había recomendado leer sus cuentos, y le comentaba que la tenía cerca y no lo podía creer.
Cuando la tertulia terminó, en el compartir del final, hubo un momento en que la tuve cerca nuevamente, y fue entonces cuando me decidí a abordarla y a contarle que me gustaban sus cuentos, que había leído en la red y en algunas antologías. Creo que le desconcertó cuando le conté que conocía su obra por haberla leído –reacción habitual en quienes no han tratado con personas con discapacidad visual- y, desde ese momento, entre ambas se estableció una empatía que no para de crecer.
Krina es, por encima de todo, un ser humano muy especial: es cálida y aguda, te habla con honestidad y sin tapujos, y cuando la ves con su nieta parece una niña un poco más grande. Además, es una escritora excepcional, que adoptó al español como su lengua y lo embellece en la escritura con un dominio envidiable (producto de mucho esfuerzo y horas de corrección, y de una conciencia de la importancia del lenguaje que muchos querríamos poseer) y con una prosa fluida que te permite desligarte de la realidad circundante. Leer sus libros siempre será una experiencia sin desperdicio.
Hoy tengo el enorme privilegio de poder compartir esta entrevista en la sección “Confesiones”, para que todos los lectores puedan conocer un poco más sobre la mujer que está detrás de esas maravillosas ficciones que se han ganado un puesto muy merecido entre las más importantes de la literatura venezolana actual.
Gracias, Krina, por el placer y el honor de que seas parte de mi blog y, sobre todo, por tu cariño y amistad, que son plenamente correspondidos.
Disfruten, pues, de Krina Ber.
Adriana Rodríguez: Háblame de tu infancia. Sabemos que naciste en Polonia, creciste en Israel, después pasaste por muchos otros lados pero, ¿qué recuerdas de tu infancia? ¿Qué nos dirías sobre ella?
Krina Ber: ¡Fue una infancia bellísima! Yo no me daba cuenta de que vivía en un miserable país comunista, porque mi papá, aunque claramente opuesto al régimen, era muy respetado; de hecho, era uno de los primeros endocrinólogos de Europa y representaba a Polonia en congresos y conferencias internacionales; y yo tuve una infancia muy bella y muy estable, también. Éramos sólo mi papá, mi mamá, mi hermanito y yo; y hasta los nueve años ni siquiera sabía que era judía, no tenía idea de que hubo un Holocausto, no tenía ni idea de por qué no teníamos más familia, yo no sabía nada de eso. Entonces, en el año 57 hubo una apertura de fronteras de la Polonia comunista, limitada a ciudadanos de origen judío. Los dejaban salir, pero sin la nacionalidad polaca y sin bienes, solo con un salvoconducto consular para mandarlos a Israel, que era el único sitio donde podían entrar sin pasaporte, y así salimos nosotros; tengo un cuento verdadero sobre eso, está en mi libro Para no perder el hilo y se llama Carta a Klara Ostfeld.
Yo ni siquiera sabía por qué nos fuimos a Israel si estábamos o parecíamos estar tan bien en Polonia… Sabía que había habido una guerra horrible, no podía no saberlo, la mitad de la ciudad era una ruina y para la gente el tiempo se definía por antes, durante y después de La Guerra, pero no sabía que mi familia había sido exterminada, no conocía el Holocausto. Me asomaron algo antes de embarcarnos para Israel, y solo después, poco a poco, me enteré de todo.
Mi hermano menor creció como israelí total, creció para ser súper exitoso en todo lo que emprende, es médico, le encanta la cocina y los deportes y sobre todo los viajes; de hecho, es una persona exactamente contraria a mí, le sobra todo lo que me falta.
A mí, me costó muchísimo adaptarme a Israel. De eso no se hablaba nunca, solo ahora, cuando los que fuimos niños en aquella ola migratoria llegamos a los sesenta, setenta años, de pronto se ha puesto de moda contar lo duro que fue aquello, pero mientras crecíamos hubiera sido como ponerse un letrero que dijera “loser”, ¡¿cómo que no te adaptas a algo tan maravilloso como es ser un joven israelí?!…Yo salí de Polonia comunista, sí, pero de una casa enorme con 3 personas domésticas que nos cuidaban, y llegamos a una barraca de inmigrantes en un suburbio de Tel Aviv. Un primo lejano de mi mamá se encargó de mí y pasé un año y medio en un “mosháv”, o sea: una comunidad agrícola en Israel donde iba a escuela rural, en hebreo… Fue un trauma muy fuerte, solo que no me daba cuenta de eso, o no me permitía darme cuenta; de modo que al final tuve una infancia y una adolescencia felices; en verdad he tenido una vida feliz, no puedo decir que no.
Después del bachillerato vino año y medio del servicio militar obligatorio, y luego yo solo quería volver a Europa y a un lugar donde se hablara francés; había aprendido francés en el liceo y me encantaba la literatura francesa, pero no llegué a Francia sino a Suiza, con dos amigas, y allí también tuve una época de estudios súper rica en experiencias, llena de amores, de aventuras, de amistades, de todo…
No volví a Israel, no porque no quise, sino que no lo quiso la vida. Me casé con un portugués que no podía volver a Portugal –él había huido de Portugal y de su régimen fascista— y al final de muchos derroteros llegamos aquí, a Venezuela, invitados por un amigo de la universidad. Eran finales de los setenta y me pareció que este país no podía existir, era demasiado bueno, demasiado hospitalario, había oportunidades para todos. No era fácil entrar, eso sí. Imagínense: en esa época para recibir una visa de turista, un ciudadano venezolano solvente tenía que mandar vía consular una carta notariada en la que se responsabilizaba de que te ibas a devolver… porque la gente se quedaba, nadie quería irse. Igual nos quedamos nosotros. Mi marido tuvo trabajo el primer día de llegar aquí en la oficina de Carlos Gomes de Llarena, un arquitecto fantástico, y yo, como llegué con un bebé, comencé a trabajar allí después de un mes. Para la primera Navidad, el jefe nos regaló una nevera, una lavadora y un televisor ¡Qué vuelta dio la rueda de la Historia desde entonces! Yo todavía recuerdo que tengo deuda con Venezuela porque siempre me pareció que, como por diez años, comía casi de gratis, y ni siquiera comparándolo con el día de hoy: ya en esa época me parecía así…Vinimos de Suiza donde había problemas para conseguir empleo, no porque no hubiera trabajo, sino por la xenofobia de los reglamentos inmigratorios. Fernando y yo habíamos terminado la carrera cum laude, muchos arquitectos nos querían en sus oficinas, pero no podían emplearnos; un amigo nos propuso: “vénganse a Venezuela” y parece mentira que eso ha condicionado toda mi vida. En fin: desde entonces estoy aquí.
AR: ¿Cuándo llega la lectura a la vida de Krina? ¿Te definirías como una niña lectora o fue algo que llegó después?
KB: Yo fui una niña devoradora de libros, una niña que crecía entre libros, y una niña escritora también. Fíjate que me publicaban poemas en revistas cuando tenía siete, ocho años… ¡la edad de mi nieta! Cuando llegamos a Israel, el hebreo me mató esa vocación. Tenía un diario (soy básicamente de esos animales extraños que escriben diarios, no para publicarlos sino para digerir la realidad); lo escribía en polaco para que no lo leyera nadie de mis amigos, y de mi familia lo escondía bajo tapas de libros en la biblioteca.
Seguía escribiendo en polaco cuando comencé a enamorarme del francés. Mi vida diaria transcurría en hebreo y leía mucho en ese idioma, especialmente durante el bachillerato, pero nunca me provocó escribir en él. Escogí estudiar en Suiza porque allí se hablaba francés, y con mi marido hablamos ese idioma hasta su último día. Lo que sí puedo decir, con la mano en el corazón, es que, cuando llegué a Venezuela, me dediqué a trabajar en mi profesión y a criar a mis hijos, no me interesaban los libros, literatura ni humanidades; imagínate que en mi edificio tenía como vecinos a Laura Antillano y a Armando José Sequera, y me he enterado de eso ahora, en 2017; yo ya no leía, y en español, menos… En el año en que llegué, Antonieta Madrid estaba publicando No es tiempo para rosas rojas, y yo no lo sabía; simplemente, no vivía en el país de las letras.
Tenía una papilla de idiomas en mi cabeza. Apenas había comenzado a estudiar portugués con Fernando, mi esposo, cuando vinimos aquí. Nunca tuve la intención de hablar tantos idiomas, la vida me llevó a ello.
Durante muchísimos años, y lo digo en serio, mi vida me parecía sencilla, sin nada especial: tuve un solo marido, dos hijos, nunca nos divorciamos ni tampoco hemos ganado dinero más allá de lo necesario para seguir tirando la carreta. Ni siquiera he viajado mucho: desde que llegué aquí en el año 75 siempre volvía a los mismos lugares para ver a mi familia en Israel y en Portugal o a mis amigos en Suiza; mientras mi marido prefería viajar por su cuenta, sobre todo por trabajo, a Estados unidos y Europa: lo que conozco de Venezuela se lo debo a mi hermano que venía y me llevaba a Canaima, a Los Andes o a Santa Elena de Guairén, porque él sí es un viajero empedernido, no como yo que soy muy quedada. Fíjate que después de tantos cambios de países en mi juventud, me costó mudarme de un cuarto para otro cuando ampliamos por fin nuestro apartamento. Es verdad: al contar todo eso pareciera que he tenido una vida llena de aventuras, pero no, siempre he creído que mi vida era banal, porque la mayor parte de ella lo era, consistía en trabajar, llevar la casa y criar a los hijos… o sea: preocuparse por las mil cosas de cada día, clientes, proyectos, cuentas, vacaciones… Ser adulto es una suma de tareas y ni siquiera se tiene tiempo de preguntarse una si eso es aburrido o no. Se dice que los países felices no tienen historia, y la gente feliz tampoco.
Un día, a finales de los noventa, descubrí que quería leer de nuevo, ¡yo no había leído casi nada en veinticinco años! ¿Qué leía yo?: revistas femeninas y de arquitectura, manuales de tecnología cada vez más unida a mi profesión y, cuando había crisis económicas, libros de autoayuda para ver si tenían alguna receta… En pocas palabras: había dejado la literatura y lo poquito que leía, era en francés o en hebreo…
Hay un proverbio francés que dice algo como: “desecha lo natural y volverá a galope”, y, en efecto, a mí me ha vuelto lo de lectora y de escritora de diarios, cuando llevé a mi hijo menor para inscribirlo en la UCAB. Vi esos puentes y esas trinitarias y, no sé… algo me dijo: “aquí te quedas”. Allí comenzó una larga vuelta a la persona que he sido en mi adolescencia, y con ella me quedo.
AR: ¿Conservas tus diarios?
KB: Sí, pero el papel se deshace… Están escritos en polaco y realmente hay poca cosa interesante en ellos. Los de adolescente, en los años de bachillerato, son un drama insufrible de amores e intrigas. Mi diario se volvió un ejercicio literario cuando estuve en el servicio militar obligatorio (18 meses para las chicas): al principio me costaba soportarlo y un día descubrí que podía despegarme, ver todo aquello como si fuera una novela, como si no se tratara de mí, y eso me entretuvo de tal manera que comencé a narrar en tercera persona, cambié mi nombre y los de toda la gente que me rodeaba, y fue como un exorcismo: los eventos comenzaron a parecerse a una novela como si se adaptaran a mi escritura y no al revés… Seguí con eso después, cuando me fui a estudiar en Suiza. Ese es el diario que puedo leer y apreciar hasta hoy.
AR: Volviendo a la infancia, ¿en qué profesión te veías en esa época?
KB: Escritora: de niña no tenía dudas. Después del cambio de país e idioma, eso estaba descartado. Escogí arquitectura porque mis dos amigas me convencieron de que, si una era buena alumna en todo y sabía dibujar, servía para esa carrera, y en parte, tenían razón. Lo que no sabíamos era que para ser arquitecto hacía falta algo más, hacía falta un espíritu lógico muy fuerte y, sobre todo, la capacidad de síntesis y de visualizar cosas en el espacio. Como estudios, creo que eran los mejores estudios que uno podía cursar, hoy no sé, todo ha cambiado tanto, pero en aquella época fue fantástico. Pero no es lo mismo estudiar arquitectura y la práctica profesional después.
AR: ¿Cuál fue el primer libro del que te enamoraste?
KB: De niña, creo que de todos los de Alejandro Dumas y los clásicos de Julio Verne. Pero el primer libro del que me enamoré de verdad fue En busca del tiempo perdido, de Proust. Lo comencé a leer en polaco y lo terminé en francés, cuando estaba aprendiendo el idioma, y era el verdadero deslumbramiento con la literatura, pero también me mató, porque comprendí que no había más nada que valía la pena escribir en serio (el diario no era “en serio”, era solo para mí). Si uno cae bajo el embrujo de esa obra siendo, además, una niña de dieciséis años, de verdad te da esa impresión: que no queda más nada que valga la pena decir o contar: Proust ya lo dijo todo. Nunca más volví a leerlo y no lo retomaría otra vez, no sólo por esa razón sino por la visión tan lúcida y pesimista que tenía de las relaciones humanas, y, claro, eso era maravilloso para adoptar el tono en mi diario, pero para vivirlo era un desastre.
AR: Menciona, si puedes, cinco autores que te parezcan irrenunciables.
KB: Proust; Borges, Cortázar; hoy en día Antonio Muñoz Molina me parece irrenunciable; Alice Munroe y Clarice Lispector también. Pero hay muchísimos más, clásicos y modernos. Leer en general, es irrenunciable.
AR: ¿Hay algún género que, a la hora de leer, prefieras sobre los otros?
KB: Novela, siempre. De preferencia, larga. Y, de preferencia, que no se legitime con afirmar que está “basada en hechos reales”. Me gusta la ficción. Algún día tendré que escribir una suerte de ensayo para explicar qué es lo que yo considero ficción; hay tantas opiniones hoy día sobre eso…
AR: ¿Hay algún autor que te guste por encima de los otros que has leído?
KB: Hay muchos autores que adoro leer, pero el que más me impresiona, en español, es Antonio Muñoz Molina. Su narrativa tiene belleza, música y sobre todo una tremenda exactitud que te enamora del idioma y de sus posibilidades.
AR: Además de la narrativa, ¿hay algún otro género que te gustaría escribir?
KB: No, me quedo con la narrativa de ficción, porque lo que me resta de vida no bastaría para perfeccionar algo más. Si tuviera diez años menos tomaría un taller de crónica, o de periodismo narrativo, para mejorar, precisamente, mi relación con la realidad, pero, como le expliqué a Eduardo Liendo el día en que llegué a su taller en la UCAB, yo sufro de una sobredosis de realidad. La ficción ofrece, no un escape de la realidad, que es imposible, pero sí, una distancia, una posibilidad de su elaboración simbólica. Me abruma la inmediatez del periodismo, no poseo la soltura intelectual necesaria para un ensayo, y la poesía, creo que está muy por encima de mi capacidad.
AR: podríamos decir que eres arquitecto de profesión y escritora por pasión, aparte de eso, ¿hay alguna otra cosa que te apasione?
KB: La maldición de las personas que están felices con la vida cotidiana es su falta de empuje, de ambición: mis pasiones nunca han tenido una salida práctica. Pero siempre hacía cosas creativas. Antes de llegar a escribir en castellano he pasado la época de manualidades: coser, tejer, armar patchworks, hacer muñecas; luego tiras cómicas con los chistes de mis hijos, luego dibujos precisos, en línea fina, de vistas urbanas y paisajes, que llenaban mis cuadernos de croquis. Espero que la escritura no se extinga como aquellas otras pasiones.
AR: ¿Cómo fue la experiencia del primer libro?
KB: ¡Una maravilla! Ese libro fue Cuentos con agujeros, que se editó por Monte Avila, y yo no podía creerlo, no podía creer que fuera un libro solo mío. De verdad fue maravilloso. Por un tiempo la página web de Monte Ávila, al entrar en la sección “nuestros autores” exhibía la foto de Krina abrazada a su libro con la expresión de felicidad inefable.
AR: ¿Te has enfrentado alguna vez a la conocida “página en blanco”, o no te ha ocurrido?
KB: Cómo no, es lo que me está pasando ahora. Desde junio, que terminé por fin La visita (una novela larga), nada, no se me ocurre nada. Después de un novelón así, quisiera escribir algo corto, pero ¿sobre qué? Antes ni siquiera me lo preguntaba: comenzaba por alguna escena o imagen y la historia siempre terminaba por aparecer. Y eso que tenía poco tiempo libre; yo dirigía una oficina y llevaba proyectos muy grandes, me refiero al campo de diseño industrial. Poca gente sabe cuántos de los emblemáticos techos de acero, tela y vidrio, como por ejemplo en Sambil Maracaibo y Barquisimeto, eran proyectos nuestros, salidos en primer lugar de la cabeza de mi marido Fernando. Él era genial en el diseño industrial en arquitectura, era lo suyo desde siempre. Yo sabía desarrollar esos proyectos y manejaba programas especializados, aunque a medida que la tecnología se volvía más compleja, comencé a perder interés. Quería estar libre, quería escribir. Digamos que, mientras mi trabajo era otro, nunca tuve el problema de la “página en blanco”. Y ahora, sí.
AR: Háblame de tus influencias literarias, si las tienes.
KB: Entre los dieciséis y los veinte años, cada libro que leía me inspiraba a hacer una entrada en el diario; como me había enamorado de la literatura francesa, tengo allí textos inspirados en Proust, André Gide, o Guy de Maupassant; ese diario polaco era un verdadero laboratorio literario para probar diferentes estilos. Pero cuando muchos años más tarde comencé a escribir en español, me concentraba más que nada en perfeccionar el idioma y por esa vía me influenciaron todos los libros que leía. De todas formas, aunque uno intente imitar a otros, nunca lo va a lograr, siempre sale lo que uno es, y más nada.
AR: ¿Cuál de tus libros has disfrutado más al escribirlo?
KB: Hablemos más bien de cuentos, no de libros, que son muy pocos. Realmente los he disfrutado todos, sobre todo los primeros. Tal vez Los dibujos de Lisboa y el cuento Amor, que me salieron del alma después de un año de redactar una tesis de la maestría. Pero yo no disfruto de escribir sino de pulir lo que ya está escrito, de perfeccionarlo, de reforzar lo que hace falta, de poner estrellas de Belén y piedritas para marcar el camino… Me han dicho muchas veces que se nota que soy arquitecta por la estructura “impecable” de mis cuentos, y eso es una mentira enorme porque no hay ni un solo cuento que yo haya escrito sabiendo adónde iba: algunos los he comenzado por el medio, otros los he dejado por varios años sin saber cómo terminan; Nube de polvo se quedó varada a la mitad por casi siete u ocho años porque no sabía de qué trataba la novela; y así me pasa con todo, pero una vez que termino la cosa, el placer está en mejorarla.
AR: ¿Podrías mencionar alguna experiencia inolvidable de tu vida como escritora?
KB: La emoción cuando te llaman para anunciarte que has recibido un premio: eso pasó unas cuantas veces. La primera fue una mención en el Concurso de cuentos de El Nacional, por el primer cuento que escribí en el taller de Eduardo Liendo, Benjamín y la caminadora —claro, revisado por mis amigos, que me corrigieron los errores de español—; y recuerdo ese momento incómodo cuando se cercioraron “¿usted es Kristina Ber?”, y dije que “sí”, “¿Está segura…?”, pues yo no hablaba como una venezolana, y menos, una escritora… Es muy grato ganar concursos y recibir premios, pero también lo es cuando alguien me escribe o me dice que un cuento mío le gustó, o que le impresionó Nube de polvo; para quienes escribimos, lo más grato es que la gente te lea y te aprecie.
AR: ¿Cuál es el cuento de tu autoría que recomendarías leer?
KB: podría ser el cuento Amor, que le gusta a todo el mundo, pero yo prefiero uno que se llama Los milagros no ocurren en la cola, el cuento con el que obtuve mi primera mención en Sacven.
AR: Algún tema o tópico literario que te obsesione.
KB: Antes yo creía que era el tiempo, pero el tiempo no es un tema sino un problema; me interesa la continuidad, ese hilo, ese sentido de la vida que está unido al tiempo; creo que en mis cuentos es un tema siempre presente detrás de la historia. Puede que sea una forma de resistencia al vivir en Venezuela, donde la discontinuidad de cualquier narrativa es lo que más caracteriza al país. Hay una frase de Clara Sánchez que dice: “todo lo que yo tocaba se volvía permanente en mi vida”, y yo me identifico con esta frase porque me pasa mucho; es algo que no puedo explicar, pero para mí la permanencia y la continuidad son muy importantes.
Lo que me fascina de la narrativa es la libertad, tú puedes contar las cosas en el orden que te dé la gana, no tienes que empezar por el principio de la historia ni terminar por el final, puedes contar algo que tomó años y se lee en cinco segundos, y puedes contar algo que ocurrió en cinco segundos y se necesitan veinte minutos para leerlo; en la vida no tenemos esa posibilidad y, de esa manera, escribir nos libera en cierto modo del tiempo.
De joven yo escribía contra el tiempo, pues uno siempre escribe contra algo, para exorcizar algo, y yo escribía contra el tiempo y su paso inexorable, no me gustaba la idea de ponerme vieja y no ser más quien era; pero llega un momento en que dejas de pelear con el tiempo. No lo tenía tan claro entonces, pero estaba consciente de que escribía para que las cosas se quedaran, que no se me fueran al olvido; ya te comenté que los escritores de diarios somos como rumiantes, y esa era mi manera de rumiar mi pequeña vida para digerirla de verdad. Y en esta segunda y tardía etapa, en español y en Venezuela, creo que escribo contra el caos, contra la velocidad, contra la fugacidad y la inmediatez, para que la narrativa de mi vida tenga algún sentido que se mantenga.
AR: ¿En qué otra época de la historia de la humanidad te habría gustado vivir?
KB: Yo me quedo en el hoy. El aquí y el ahora. Tengo esa conciencia de que a uno le toca un tiempo, una época y un lugar, y eso es lo que te toca y punto. Uno tiene que darse cuenta de eso y asumir lo que es suyo; yo creo en eso.
AR: Una palabra que te desagrade.
KB: Gentío, mujerío… No me gustan las palabras que masifican. La peor: pueblo. No la palabra sino el cómo y para qué la usan.
AR: Una palabra que te guste mucho.
KB: No tengo palabra preferida.
AR: Alguna frase que consideres como una suerte de máxima o lema de vida.
KB: Hay una frase de García Lorca que dice “Dibújate un plano de tu deseo y vive siempre en él, dentro de una norma de belleza”; me gusta mucho y me sigue provocando una suerte de dicha, de consuelo.
AR: Menciona cinco libros que consideres que todos los lectores deberíamos leer.
KB: No podría. Yo creo que lo importante es leer, no más.
AR: ¿Tienes alguna rutina o ritual a la hora de escribir?
KB: Ojalá, porque me aferraría a eso, pero lo cierto es que no tengo rituales ni nada así. Antes, cuando trabajaba muchas horas diarias y me ocupaba de la casa y la oficina, mi ritual era que después de la cena me sentaba a escribir, feliz con el simple hecho de tener un tiempito para mí. Ahora que, supuestamente, tengo muchísimo tiempo para mí, en realidad no lo tengo; eso se ha perdido.
AR: Algún sueño literario que todavía quieras cumplir.
KB: Me gustaría ganar algún concurso o ser publicada fuera de Venezuela.
AR: ¿Cómo te gustaría ser recordada por tus lectores?
KB: No lo sé… Quisiera ser recordada con cariño, con gusto, como una escritora que ha logrado, de alguna manera, transformar esta materia real en otra cosa, aunque sea un poquito.
AR: ¿Cuál de tus libros no debe faltar en nuestra biblioteca?
KB: Yo creo que ese libro sería La hora perdida, por Editorial Ígneo, porque reúne los mejores cuentos de los dos anteriores con unos más recientes e inéditos. Además, es de 2015 y todavía se consigue en las librerías.
AR: ¿A qué le teme Krina Ber?
KB: En este momento temo mucho enfermarme de algo grave, a mi edad, en Venezuela y en las circunstancias que conocemos. Temo volverme un peso inútil para mis hijos. Todos tenemos temores, pero en verdad prefiero no hablar de ellos.
AR: Si pudieras vivir la vida de algún personaje literario, tuyo o de otro autor, ¿cuál escogerías?
KB: Si pudiera experimentar algo que ha experimentado un personaje, quisiera ser Alicia en el país de las maravillas… Sí, eso me gustaría muchísimo.