20 de febrero del 2011.
publicARTE.
Heberto Gamero Contín.
¿Fue en agosto de 2009?, me pregunté cuando el viernes pasado caminaba por los pasillos del Centro Comercial Paseo las Mercedes y me topé con un ejemplar de Para no perder el hilo, de Krina Ber. Realmente no recordaba la fecha. No recordaba cuándo lo había leído. Pero nos reconocimos, lo puedo jurar, como si dos grandes amigos se hubiesen reencontrado después de mucho tiempo y detrás de sus ojos se escondiese una montaña de secretos e intimidades a buen resguardo. Sonreí. Tal vez él también lo hizo. Lo tomé entre mis manos, acaricié su portada y de inmediato, tal vez conectamos por los mismo hilos que unen a esta serie de cuentos, mágicos conductores de realidades y fantasías, resurgió entre nosotros esta sutil complicidad que nos mantuvo unidos por un tiempo. Me senté en una de esas confortables butacas que ofrece la librería que visitaba y releí la corta introducción.
“Algún día les pondré coto a mis dispersiones. Algún día buscaré mis fragmentos desparramados por las aceras de la vida. Recogeré la ropa seca que quedó colgando al viento en mis patios abandonados. Algún día, me digo, encontraré los buzones perdidos y contestaré las cartas que tantas veces me he enviado a mi misma aunque por el otro lado del tiempo ya no quedan corresponsales. Se aplacarán al fin los ruidos de la ciudad y estallarán todos los silencios que la vida deposita en mi con la suavidad persistente de las olas del mar mientras camino muda por la orilla, pendiente de otras cosas”.
Cerré el libro y respiré hondo… Tal vez no fue en agosto, me dije. Una mujer se había sentado cerca de mí. Joven, a pesar de su pelo canoso y los lentes sujetados al cuello con una cadena pasada de moda. Tenía aire intelectual. No por los lentes, si no por la forma tan interesada que ojeaba el libro que tenía entre las manos. Sin intenciones de ser indiscreto la miré fijamente. En realidad no sé si la veía a ella o si estaba más bien un poco ensimismado, ese aire distante que a veces no podemos evitar cuando leemos algo que nos toca. Ella se dio cuenta de que la miraba, o de que al menos mis ojos apuntaban hacia ella. Pasó una página y, muy discretamente, segundos después, levantó la vista hacia mi libro. Seguramente leyó el título ¿De qué se trata?, me preguntó. Salí de mi abstracción como si alguien hubiese sonado los dedos frente a mi rostro. Repitió la pregunta, sonriente. Cuentos, le dije, mientras descruzaba mis piernas y le prestaba verdadera atención, una serie de cuentos concebidos de forma tal que se quedan contigo, llegan a formar parte de tu vida- ni hablar de la narrativa, agregué: cercana, cómplice, con ese tono de cotidianidad, de divina honestidad que no deja de cautivarte desde la primera vez que lo lees. Ah, entonces ya lo ha leído, dijo la mujer guardando las formalidades. Sí, le dije, sólo que no recuerdo la fecha con exactitud. Entonces, ¿me lo recomienda?, preguntó. Lea este párrafo, le dije, y verá de qué le hablo…
Apenas llegué a mi casa busqué Para no perder el hilo en la biblioteca. No estaba. Luego revolví la maraña de volúmenes que rodea mi escritorio. Nada, no aparecía por ningún lado. Finalmente, después de un buen rato y de unas cuantas gotas de sudor, ¡aleluya!, lo encontré debajo de unas carpetas polvorientas. Suspiré de alivio. Y sí, fue el 26 de agosto del 2009 cuando comencé a leerlo por primera vez. Me senté cómodamente y, una vez más, con el hilo entre las manos, me dispuse a repasar mis propias costuras.