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Foto: Alejandro Cremades

22 de febrero 2020

El Estímulo: Entrevista por Dalila Itriago :

“Hace falta mucho sentido del humor para sobrevivir los regímenes totalitarios”

La ganadora del XIX Concurso Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana, Krina Ber, cree que su obra Ficciones Asesinas la ayudó a otorgarle orden y sentido al absurdo del presente

Las alimañas se volvieron visibles. Primero fue un ratoncito bebé, que saltó desde la poceta de una de las vecinas. Después apareció una rata enorme que, por suerte, no logró saltar. Sin embargo, tiesa como estaba, con sus dientes afilados y con la barriga a punto de estallarle, se instaló en las retinas de Bet. Al punto de hacerle escribir este incidente del sótano en su diario personal.

Bet es Elizabet Rosenberg, una escritora que enviudó hace ya algún tiempo y vive en el apartamento A25 del Conjunto Mayoral. Una residencia donde las bombas de agua no funcionan y la justicia pareciera llegar más rápido a través de los grupos de Whatsapp que por los organismos encargados de ejercerla.

No hablamos de Venezuela, aunque de pronto el lector de la novela Ficciones Asesinas relacione de modo automático las anécdotas narradas en esa obra con la actualidad de este país. Pero no, se trata de la más reciente creación de Krina Ber, Kristina Ber de Da Costa Gomes, arquitecto y escritora con tres nacionalidades (venezolana, israelí y portuguesa), quien nació en Polonia en el año 1948 y desde 1975 reside en Caracas.

Es la primera vez que la veo, aunque había leído su nombre cuando mencionan a los autores venezolanos que escriben cuentos. Me sorprende la libertad con la que habla y que de entrada me pidiera con toda franqueza que no le preguntara sobre cómo aprendió a escribir en español. Ber dice que está harta de responder lo mismo y que la mera formulación de la inquietud la deja aplastada.

La verdad no tenía esa pregunta en mis apuntes. Yo solo quería que Ber me hablara de su más reciente novela. Sin embargo, ahora que lo veo es hasta comprensible que la hayan acogotado con la misma interrogante desde que el mundo es mundo, porque la escritora hizo un periplo muy grande antes de llegar a este país.

Nació en Polonia, como ya dijimos, y creció en Israel. Posteriormente se fue a Suiza a estudiar Arquitectura y allí se casó con su marido portugués. Ber habla polaco, hebreo, francés, inglés, portugués y, por supuesto, español. Acá llegó invitada, junto a su esposo, para trabajar, y no duda en afirmar que se trata de un país maravilloso del cual no espera marcharse mientras sus hijos vivan en él.

Ber acaba de cumplir 72 años de edad y es muy lindo escucharle decir que su vida ha sido bella, que no ha tenido problema alguno con el exilio ni ha vivido ninguna historia terrible. Se le escapa comentar que su esposo murió del corazón pero rápidamente cambia la conversación al aclarar que no está triste, sino que tiene una especie de irritación en los ojos que la hacen parecer como si estuviera llorando.

Ber comenzó a escribir cuando era una niña de seis o siete años y a esa edad ya estaba segura de que sería escritora o poeta, pero luego la familia se mudó a Israel y toda su cultura e idioma quedaron atrás.

Sí, Ber asegura que era feliz en su vida diaria, pero ya no le provocaba escribir: “Ya no tenía idioma y qué es la literatura. ¡Es el idioma! Como dijo alguna vez Ednodio Quintero: “La literatura es el uso del lenguaje con fines estéticos”. Yo agregaría que es la maravilla de crear una realidad verbal, de buscar una realidad lateral a esta donde vivimos”.

Después de la adolescencia y de la carrera universitaria vino el matrimonio, la casa y los hijos, más la responsabilidad de llevar una oficina de arquitectura en Caracas. Tras años de trabajo y exitosos logros, Ber comenzó a sentirse cansada y un buen día, cuando fue a inscribir a su hijo en la Universidad Católica Andrés Bello, decidió que ella también estudiaría allí: “Empecé a asistir, una vez por semana, a un curso de nivelación en Literatura. Fui como oyente durante un año. Me quedé porque yo no sabía escribir en español. Así comencé a leer y a hacerme mis propios diccionarios por cada libro leído”.

Para el segundo año se apuntó en talleres literarios. Ber desistió de cursar el de narrativa de no ficción porque asegura padecer sobredosis de realidad. Le recomendaron entonces que fuera al curso del escritor Eduardo Liendo, quien también dictaba un taller de narrativa.

“Así caí, ¡por fin!, donde tenía que caer. A él le debo, de verdad, todo. El método de Eduardo era fantástico. Él pedía prestado un libro, lo abría, le caía la mirada sobre una frase y nos daba ese disparador para que luego le lleváramos un texto. Yo no entendía de qué se trataba. Entonces copié la primera frase que era: “Caminando, caminando y no te acuerdas” y así comienza “Benjamín y la caminadora”, que es mi primer cuento, el cual ganaría después una mención en el concurso de El Nacional.

Cuando yo llevé mi tarea al curso, él dejó de llamarme señora y todas esas cosas y me dijo: “Mira chica, tu español es terrible pero tú eres una escritora”.

Se trataba de un vaticinio. Krina Ber lleva más de veinte años escribiendo y ganando concursos de literatura. Después de la mención especial en el 56° Concurso de Cuentos de El Nacional (2001), por su cuento “Benjamín y la caminadora”, fue finalista en el III Concurso Nacional de Cuentos de Sacven (2002) por su relato “Los milagros no ocurren en la cola”.

En el año 2004 Ber ganaría el Concurso para Obras de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores por su libro Cuentos con agujeros. Dos años después sería premiada en la XI Bienal Literaria “Daniel Mendoza”, del Ateneo de Calabozo, por su cuento “El Secuestro”. A esto le seguiría el triunfo en el 62° Concurso de Cuentos de El Nacional (2007) por su relato “Amor”. En ese mismo año, ganaría también el VI Concurso Nacional de Cuentos de Sacven por “Los dibujos de Lisboa” y, más recientemente, en el año 2015, su libro Nube de polvo recibió el Premio de la Crítica a la novela del año.

Los humos no le han llegado a la cabeza a Ber y aún hoy, después de 45 años en Venezuela, habla con cierto dejo de heroína de film romántico de los años 20. Pareciera un dialecto italiano de provincia. Sin embargo, sus ojos verdes y sus manos fuertes y blancas no se aquietan cuando recuerda cómo descubrió el idioma. Allí se presiente el amor. De hecho, dice que antes de los talleres hablaba de modo instrumental, como quien usa un tenedor y un cuchillo. Luego conocería la fascinación…

“Descubrí la belleza que tiene este idioma y eso fue como enamorarme de nuevo con 50 años cumplidos y de quien ha sido tu amigo toda la vida. Fue una sensación maravillosa. Así como me lleno de orgullo cuando me llaman escritora venezolana, porque yo no nací aquí. Esa condición me la he ganado a pulso”, explica Ber.

Ber acaba de ser laureada por la novela Ficciones Asesinas y la formalidad de la nota de prensa informa que el jurado del XIX Premio Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana le otorgó el galardón de 2019 luego de leer y evaluar 109 manuscritos originales que llegaron, incluso, de algunos países de Iberoamérica.

El veredicto habla de un texto que reúne “una serie de aspectos estético-literarios que lo convierten en una sólida pieza, entre estos el manejo eficaz del tempo y la intensidad narrativos, y el uso de una estructura en la que se combinan varias modalidades de discurso”.

En su edificio ignoran estas opiniones calificadas y, sin embargo, la saludan efusivamente cada vez que ella baja a recibir a los periodistas que la van a entrevistar: “Mira, supe que te ganaste un premio. ¡Felicitaciones!”, dice uno. “Me enteré que te premiaron”, agrega otra. Ella agradece el gesto y luego dice con voz muy bajita: “¡Si supieran sobre qué escribí!”.

Pero no hay nada qué temer. ¿O sí? Elizabet no es Krina, de la misma manera que los habitantes de esa comunidad demencial no viven en Caracas. Krina tiene un balcón con trinitarias floreadas, hijos, nueras, perro y muñecos que estudian (dentro de su cuarto) en una escuela donde su nieta de diez años les dicta clases. Mientras que Bet, la protagonista del thriller, padece la soledad y teme la vejez. De broma tiene un gato y una sobrina, Daniela.

¡Ah! Pero tiene imaginación, ¡por supuesto!, que es bastante pródiga, y cuenta con Julio Cortázar, Franz Kafka y Clarice Lispector, entre otros autores, para soportar su insólito acontecer.

-¿De qué va Ficciones Asesinas?

-Yo quería escribir algo que tuviera el ritmo de un thriller. Se lee muy fácil, no tienes que reflexionar mucho. Como siempre, comencé a escribirlo sin tener la más mínima idea de su destino. Pero sentía, desde el principio, que tenía un filón, que era algo bueno. Comencé con extractos de mi propio diario. Solo  mío no tiene ningún valor, pero como diario de un personaje de novela te abre perspectivas interesantes.

No sé si se entiende pero en el universo de la novela hay un fuerte desequilibrio demográfico: la población adulta abandonó en desbandada el país y después de esto cerraron las fronteras.

Yo quería describir el contexto de vivir bajo un sistema totalitario. Mis padres vivieron el Holocausto en Polonia y luego, el sistema comunista. También tengo amigos cubanos. La gente sabe que en ese tipo de sistemas, las formas de sometimiento de los ciudadanos son muy creativas. A menudo sobrepasan la imaginación con su nivel de absurdo. Y en verdad, no importa lo que inventen:  la meta y el resultado son idénticos.

No importa si se trata de una historia que haya inventado yo, donde los adultos necesitan tutores (o haya que pagarle al gobierno el derecho de vivir en tu propia vivienda). ¡Esto no es más absurdo que las cosas que ya vivimos aquí! Se busca quitar la capacidad de reacción ciudadana, quitar la dignidad y, sobre todo, algo sobre lo cual yo insisto mucho en el libro: imponer el absurdo.

A veces quisiera destacarlo y no puedo. No puedo porque lo estamos viviendo. Entonces uno de inmediato lo asimila, reacciona y se adapta. Si yo no hubiese inventado otro país y otra distopía, no hubiera conseguido manera alguna de mostrarlo, porque hay tanta, tanta, tanta narrativa testimonial sobre lo que pasa en Venezuela que puede llegar a diluirse tu planteamiento. Además, mientras la vivimos estamos demasiado ocupados en adaptarnos y lidiar con la vida diaria.

No tenía sentido anclarme en la realidad. No me interesaba bloquearme con la jaula de la realidad, de la cual no podré salir porque de inmediato me dirán que eso que escribo es mentira. ¡Así que declaro que todo es mentira y me dejan en paz!

De hecho, es el primer libro totalmente ficcional que he escrito y, sin embargo, todos reconocen que ocurre en Venezuela por más que no sea así.

-¿La novela podría advertir sobre un hipotético futuro?

Podría ser, pero Philip Roth, de cuya muerte se habla al principio de la novela, murió el 28 de abril del año 2018. Las referencias al mundo exterior tienen fecha que niega el futurismo. No quisiera que fuera Venezuela en el futuro, ni otro país conocido, sino un universo paralelo, sobrepuesto a este, en que algunas cosas son las mismas o se parecen y otras no.

En Ficciones Asesinas la ciudad está dividida en zonas con rejas y hay que tener permiso para circular dentro de ellas. Hace falta un permiso para todo. Aquí, esto es muy tropical, todo se hace a medias, se obvia, se olvida y se inventan otras barbaridades.  Mientras que en la novela, aunque también hay corrupción como en cada país totalitario, rigen unas reglas nazis que sí se cumplen a cabalidad.

“Nos quitaron los derechos ciudadanos pero no les basta con eso. Estorbamos…y no han podido quitarnos la memoria. Las organizaciones como ACCMA, Asistencia en el Cuidado del Ciudadano Mayor, no se dedican a cuidar de los ciudadanos mayores, sino a exterminarlos”, le advierte Luca, el detective italiano, a la protagonista, Bet, cuando cree haber descubierto el modus operandi ideado por el sistema para acabar con la población de la tercera edad, parte fundamental de la trama. Él descubre que el régimen esté provocando accidentes de viejos a través de un complicado esquema  burocrático,  que involucra a los jóvenes sin que estos se enteren. Es un mecanismo que ningún gobierno tropical e improvisado como este habría podido sostener.

En la obra sorprende el recurso del humor y la ironía, tanto en las reflexiones de la protagonista como en los acontecimientos delirantes en los cuales están inmersos los personajes. Es un cambio de registro alucinante que contrasta con el empleado por Alberto Barrera Tyszka, Karina Sainz Borgo o Rodrigo Blanco Calderón, por mencionar solo algunos autores, al tratar el tema de la crisis.

-Esos escritores sí saben manejar la realidad. A mí me cuesta mucho. Investigar, revisar, comprobar… No. Me gustan mis propias vivencias, tal como son: deformadas, inexactas. Por eso  tengo un diario. Escribir diarios es como rumiar la realidad, como lo dice mi protagonista, Elizabet que a veces termina sus entradas con un  “muuuuu”.  Y eso no excluye el registro irónico.

-¿No se relativiza algo tan dramático, como la realidad de Venezuela, al pasarlo por el tamiz del humor?

-Yo creo que para envejecer (y los protagonistas de mi novela son viejos), hace falta mucho sentido del humor. También para sobrevivir a este tipo de regímenes. Los polacos, los judíos, los cubanos; cualquier pueblo oprimido sin sentido del humor se hunde. Yo recuerdo que en mi casa de la infancia, en Polonia, se vivía en un ambiente de chistes muy finos. Para mí no se trata de un drama, sino de una tragicomedia.

No banalizamos determinado tipo de situación porque nos riamos para poder soportarla. El humor termina siendo como la pintura de guerra que se ponían los indios.

-¿Para qué escribir ficción?

-La ficción vuelve visible la realidad y la ordena. Hay muchas citas de grandes pensadores que dicen que sin historias de ficción la realidad no sería inteligible. La ficción otorga sentido a lo que estamos viviendo. Yo siento que al escribir, las cosas cobran sentido. Si no, sería simplemente ver cómo pasa el tiempo.

Y también la ficción la convoca, quiero decir que la realidad a menudo “copia” ficciones. Yo pienso que hay que creer en la posibilidad de un cambio, aunque no tengamos elementos para ello. Como lo dijo Ana Teresa Torres en una entrevista reciente: “La historia tiene giros imprevistos”. Mi historia también tiene un final inesperado.

-“Tenían que dañarse las dos bombas de agua para que la gente empezara a saludarse y a conocerse…”, dice una cita de tu novela. Entonces te pregunto: ¿Hasta qué punto somos responsables del estado al que hemos llegado como sociedad?

-Si me lo preguntas, yo no  me siento responsable, aunque seguramente tengo mi partecita en esa culpa, como todos. No soy ni economista, ni socióloga, ni politóloga. De hecho, me interesa muy poco la política que se resume en la lucha de poderes. Lo que me interesa realmente es el efecto de lo que vivimos en la gente. Yo soy una persona, no más que eso. Y no tengo respuestas para las preguntas que todos nos hacemos.

-Mi pregunta es si teníamos necesariamente que vivir esta tragedia para poder acercarnos al otro y comunicarnos con él.

-No es que no nos comunicáramos antes, sino que lo hacíamos menos. Yo lo que sí noto es el efecto del chavismo en la clase media (a la cual pertenezco). El factor de éxito, que antes se medía según tu ganancias materiales y tu nivel de vida, dejó de ser tu culpa. Por eso la gente se aflojó un poco.

Antes, tú falta de “éxito” era tu culpa, exclusivamente. Ya no me avergüenza ser una fracasada que trabajó toda la vida para lograr muy poco, el chavismo nos quitó esa culpa. Más bien, hoy debería avergonzarse quien se hace rico con esa situación.  Y, por otra parte, es normal que en los regímenes de corte totalitario la gente sobreviva en base a la solidaridad. No hay otra forma.

-¿Entonces hay algo que agradecerle al régimen? ¿Unificó a la sociedad?

-No, por Dios. Es un miserable efecto lateral dentro de ese desastre. Somos humanos y como humanos somos bastante mierda todos. Solidarios en situaciones de opresión y carencia, pero en otras, mejores, no. En Estados Unidos, por ejemplo, te puedes caer en la calle y ¡ve a ver quién te ayuda!

-“Y nos vencieron siempre…con sangre, fuego y burocracia cotidiana. Así que solo queda mantenerse vivos y la impotencia de esperar”, sentencia Elizabeth, y yo pregunto: ¿Nos vencieron?

-Sí. Suceden hechos absurdos, impensables, grotescos y ya la gente ni se extraña. Tal vez no nos han vencido totalmente porque el sector cultural resiste mucho y trata de que no se olviden los valores de antes, porque en Venezuela de antes, con todos sus defectos, tuvimos mil veces más valores que ahora. La democracia no estaba asimilada del todo, pero estaba en la vía de ser anclada cada vez más en las mentalidades.

Vino este régimen y apoyó las peores características de la gente, las glorificó incluso. Por ejemplo, el facilismo. O la “viveza”, ese término que yo no había escuchado en mi vida antes de llegar aquí, a los 26 años de edad.

Habrá otra Venezuela. Históricamente ha ocurrido y no nos vamos a quedar en el estado actual. Pero me temo que tome más de una generación reconstruir los pactos sociales. No hablo de la economía, hablo de la parte moral. Democracia no es solo bienestar económico.

Krina Ber se espanta con preguntas relativas a diagnósticos o soluciones del presente.

Dice que es poco serio hablar de un tema tan ambicioso, como, por ejemplo, cuando le piden que exprese su opinión respecto al conflicto árabe-israelí en tres minutos durante un programa de radio.

“Tú sabes que todos hablamos del “país”. Somos la única especie animal capaz de asimilar y actuar por conceptos abstractos. Como, por ejemplo, “país”. Dice mi protagonista que hay tantas ciudades como habitantes y tantos libros como lectores. Igual, hay tantos países como la gente que vive en ellos. Lo que para ti es el país, no será lo mismo que para mí. Al final, nosotros tenemos un tamaño físico y vivimos acorde a él. Yo he ido muchas veces a los Andes pero seguro sé más de mi vecino de la calle de al lado que de los andinos. ¡Comienza entonces por ocuparte de tu localidad, que es lo que tienes más cerca y conoces!”, concluye, y uno se queda pensando, pensando.

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